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10 Ene 2023
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Lenguaje

Por qué (y cómo) hablamos con los animales

Ana Bulnes. Ilustración de Yuliya Volkovska / Alamy

Cualquiera que tenga mascotas sabe que hablarles como si fueran personas es de lo más habitual. Pero ¿por qué lo hacemos? Y, sobre todo, ¿cambia de algún modo nuestra forma de hablar?

Ziggy, ¿qué haces?

—¡Hola, pequeñita!

—No, no, no, no, ¡no tires eso!

—Tienes comida y tienes agua, ¿qué quieres? Ah, que te acompañe hasta el plato, claro…

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Si pusiera un micrófono en mi casa, esas son algunas de las cosas que grabaría, además de maullidos de distinta intensidad y el sonido de alguien golpeando los nudillos en el suelo de madera. Todo forma parte del pequeño ecosistema comunicativo que formamos mi gata Ziggy y yo. Como todos los humanos que conviven con una mascota, le hablo convencida de que me entiende, le hablo como si fuese una compañera de piso más. Cuando responde con maullidos, siento que nos comprendemos. Y eso que no solo es gata, también es sorda. Pero yo le hablo igual y atribuyo su indiferencia a que no me oye y no a que, como buena gata, me esté
ignorando.

Los humanos llevamos al menos 12 000 años compartiendo la vida con animales a los que consideramos en mayor o menor medida un miembro más de la familia. Intentar comunicarnos con ellos parece inevitable, y que utilicemos palabras y oraciones completas como parte de esa comunicación tiene también mucha lógica. ¿Cómo le voy a preguntar a Ziggy si tiene hambre si no? Sé que ella no me va a decir ni sí ni no, pero su lenguaje corporal me ayuda a entenderla. Hablar con nuestras mascotas, algo que desde fuera puede parecer ridículo, es muy habitual. ¿Nos dirigimos a ellas del mismo modo que a otras personas? No: igual que cambiamos de registro para hablarle a un niño, igual que no nos dirigimos del mismo modo a alguien desconocido en una situación formal que a un amigo íntimo, tenemos también un registro especial para hablar con animales —y, por supuesto, depende también de si se trata de un animal desconocido o de la mascota con la que compartimos casa.

La ciencia lleva muchos años interesada por esta cuestión. Uno de los primeros estudios, publicado en 1982 en el Journal of Child Psychology, intentaba comparar las similitudes del doggerel, el registro que usamos para hablar con los perros, con el maternés, el conjunto de rasgos que caracterizan la lengua con la que las madres hablan a sus bebés o hijos pequeños. Ese primer estudio era muy limitado, con una muestra de cuatro mujeres con sus perros (dos de ellas también con sus hijos), pero fue la base desde la que se continuó investigando el tema. Además, ayudó a empezar a profundizar en el porqué del maternés (que, por cierto, no existe en todas las culturas). Si les hablamos a los bebés y a los perros de forma similar, posiblemente no se pueda explicar el maternés únicamente como una forma de enseñar a hablar a un niño. A no ser que, en cierto modo, esperemos en algún rincón oscuro de nuestro cerebro que nuestro perro, tan listo y tan bueno, aprenda a comunicarse con nosotros en nuestro idioma.

Según esos estudios (la mayoría centrados en el inglés), hablamos a nuestros amigos perrunos con un tono de voz más agudo, con una prosodia distinta (más afectada) y algo más despacio que cuando nuestro interlocutor es un humano adulto. Todo esto ocurre también en el discurso dirigido a bebés. En este último, no obstante, hay también una hiperarticulación vocálica que no hacemos ni cuando hablamos con otros adultos ni cuando nos dirigimos a un perro (aunque sí la usamos cuando queremos que un loro o aves de esa misma familia aprendan una palabra que les repetimos). El contenido de lo que decimos es también diferente si hablamos con un animal y no un bebé: a los animales, por ejemplo, les dirigimos más imperativos («¡siéntate!»).

La mayor parte de estas investigaciones se han hecho en el mundo anglófono, pero hay alguna excepción: en 2020, la revista
Encuentros publicó un análisis del discurso dirigido a animales muy amplio y muy concreto. Se encuestó a 500 personas en Ibagué (Colombia) sobre si hablaban con animales (mascotas o no), cómo lo hacían y sobre sus creencias asociadas a lo de dirigirse de palabra a especies distintas a la humana. Los resultados son fascinantes, aunque no sorprendentes: las personas con mascotas tienen más probabilidades de hablarle a un animal, conocido o desconocido, y también a hacerlo con una mayor cercanía, intentando crear una relación social más próxima con él.

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El estudio también hace referencia al pronombre con el que los encuestados se dirigen a los animales y los resultados crean una pequeña contradicción. En Ibagué en particular, se usa tú para relaciones cercanas y usted para las más distantes (vos casi no se utiliza). La lógica nos diría que lo habitual sería llamar a nuestras mascotas de tú y no de usted; sin embargo, solo el 47,95 % de los hombres encuestados tuteaban a sus mascotas (un 68,25 % de las mujeres lo hacían, lo que también es una diferencia significativa). Es decir, aunque una amplia mayoría dijese que sentían mucha cercanía con los animales a los que hablaban, los pronombres usados no se ajustaban a esa declaración. El estudio no aclara si, a lo mejor, las personas que llamaban de usted a su perro lo hacían por una cuestión de respeto y no porque los sintieran menos próximos.

¿Qué pasa con los gatos?

Lo de que les hablemos a los perros imitando un poco las características del discurso dirigido a bebés y niños no es del todo sorprendente. Pienso en cómo le hablo a Flor, la perra de mis padres, y, si bien no exagero tanto como puede que lo hagan otras personas, sí que es posible que mi tono sea más agudo y que mi prosodia suba y baje de forma muy distinta a como le hablaría a un adulto. A Ziggy nunca le hablaría así. Y tampoco a Socorrito, el gato que ha decidido adoptar a mis progenitores y que, al contrario que mi gata, oye perfectamente. Me imagino a cualquier gato adulto juzgando duramente al humano que le hable como a un bebé. El perro doméstico, en cambio, moverá el rabo contento y se irá corriendo a por esa pelota que le has dicho que busque (porque, sí, los perros entienden muchas palabras clave).

Los gatos son la otra mascota estrella en el mundo occidental, pero la forma en la que nos dirigimos a ellos ha sido mucho menos estudiada. Sin embargo, sí existe un estudio, publicado en 2017, que analizaba cómo cambia nuestra forma de hablar cuando nos dirigimos a un felino. En concreto, comparaba el discurso dirigido a humanos adultos, con el dirigido a gatos adultos y a gatitos. Las conclusiones van en línea con mis observaciones sobre cómo me dirijo a Ziggy, Socorrito y todos los gatos con los que he interactuado a lo largo de mi vida (muchos).

En el experimento, se les mostraba a los participantes la foto de un gato adulto o un gatito con el texto que debían decirle (cosas tipo «¿quién es un buen gato?»). Al grupo de control se lo grabó imaginando que se dirigían a un humano adulto. ¿Los resultados? Las diferencias entre la forma de dirigirse a un gato adulto y a un humano adulto eran mínimas. Para gatitos, en cambio, sí había modulación: los hombres tendían a hablar más despacio; las mujeres a hablar más agudo. Ambas son características también del discurso dirigido a niños y del discurso dirigido a perros.

¿Tiene sentido hablarles?

Que les hablemos a los animales, sean o no nuestras mascotas, no debería sorprendernos. Al fin y al cabo, los humanos somos muy dados a hablarle no solo a cualquier ser vivo, sino también a cualquier objeto. En más de una ocasión, y sé que no estoy sola, le he pedido perdón a una lámpara o a una mesa por una patada accidental. Según una encuesta realizada en 2021 en Reino Unido, más de un cuarto de los británicos han insultado a algún objeto por no hacer bien su trabajo (por ejemplo, un abrelatas que no funciona bien), el 44 % habla con sus plantas (muchos les preguntan si tienen sed) y seis de cada diez aseguran que sus conversaciones con sus mascotas son eso, conversaciones y no monólogos.

Nuestra propia experiencia con los animales nos da la razón. Quizá llamar conversación a mis intercambios de maullidos con Ziggy (siempre frente a frente, ella me ve mover la boca y responde con otro maullido) sea algo exagerado, pero es evidente que existe comunicación entre nosotras. Y cuando le digo «Soco-Soco» a Socorrito, que sí me puede oír, mueve una oreja. No lo hace si digo otro nombre.

Que los perros entienden algunas palabras también está estudiadísimo: si Flor distingue entre siéntate y échate, si busca y pelota son palabras mágicas que la llevan a realizar una acción determinada, es porque sabe que mi intención cuando las digo es que haga precisamente eso. Hay estudios de perros en distintos países que llegaron a entender más de 200 palabras (hay un perro estadounidense que llegó a las 1022). No sé cuántas lleva Flor, pero diría que menos. Aunque un día entendió disco y me trajo el frisbi en vez de la pelota (que también estaba cerca).

Muchas veces hablamos a nuestras mascotas porque queremos que hagan algo. Pero otras muchas lo hacemos sin esperar una acción a cambio. Cuando quiero que Ziggy deje de maullar muy alto en la puerta y no me ve, no digo ni grito «¡Ziggy, que molestas a los vecinos!». Sé que no se enterará y que seguirá maullando. Lo que hago es dar pequeños golpecitos con los nudillos en el suelo: nota las vibraciones, deja de maullar y se acerca para ver qué quiero. Preguntarle qué tal ha ido su día es la forma clásica humana de antropomorfizarlo todo y buscar conexión más allá de nosotros mismos; una mucho más intensa cuando le hablo a una gata que a una lámpara. Ziggy me mira y maúlla hasta que voy con ella al plato de comida (lleno). Empieza a comer y a ronronear. De alguna forma, siento que me está contando que su día ha mejorado ahora que he vuelto a casa.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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