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18 Ene 2022
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Entrevista

Munir Hacheni: «Narrar es el propio objeto de la narración. Recrearte, lo que llamamos estar de cháchara»

Javier Rada

Entrevista a Munir Hachemi

Munir Hachemi. Madrileño con ascendencia magrebí. Uno de los veinticinco mejores escritores de su generación (en español y menores de 35 años), según la revista británica Granta. Hijo de padre argelino y madre andaluza. Borgiano hasta en los tatuajes. Sí. «M-u-n-i-r». No le cambien el nombre.

Una mitad suya cobija al narrador de un mundo que se extingue (la tradición bereber, donde los caminos narrativos se bifurcan y ponen en un aprieto, a veces, al editor de esta entrevista); la otra mitad es la marca de su espada, el aliento del minotauro: la tradición latinoamericana (doctorado en filología hispánica y tesis sobre Borges).

En Buenos Aires descubrió otro idioma que preñó sus ya de por sí múltiples identidades. Vendimiando en Francia, supo que formaba parte del largo etcétera de los pueblos sin voz. Ha trabajado «de todo», muchas veces en precario. Ha sufrido insomnio. Su español es la lengua de un entrelugar, un cruce de caminos, lleno de vientos, donde el «vos» vence al «tú» como Maradona en la final literaria.

Su tercera novela, Cosas vivas, habla de la brutalidad que padecemos todos los animales terrestres. Un «thriller laboral». Ahora es vegano, mutatis mutandis. Desconfía de la literatura como un oficio. Ha decidido irse a China a ser profesor de literatura hispanoamericana. Borges amó a China y China ama a Borges. Granta es solo una lista que contiene algunos errores…

En tu novela Cosas vivas tratas el tema del ‘horror’ —que sufren los animales en las granjas— y el ‘terror’ que sienten los humanos en un mundo laboral precario. Empecemos por este último: ¿cómo te va en el trabajo, Munir?
¿Cómo me va hoy?… Difícil pregunta. Estoy por irme en septiembre a Pekín. Me he mudado con mi padre, a un pueblo cerca de Granada, y eso me permite no pagar alquiler, y relajarme un poco porque es lo que necesito hasta que me vaya a China. Allí voy a trabajar en la universidad y tendré un sueldo digno. Yo terminé la tesis en noviembre y voy subsistiendo como buenamente puedo, que es lo que creo que hacemos hoy bastante gente.

¿Y no ha cambiado nada el aparecer en la lista de Granta?
Pues debería (ríe). Pero somos veinticinco los escogidos. Me han llamado para entrevistas, que no son, evidentemente, remuneradas. Lo que pasa es que yo no concibo la escritura y todo lo que la rodea como un oficio. Sí es un oficio, pero no lo veo como una forma de sustento, me parece que tiene peligros.

¿Peligros?
Los peligros de quedarse tan absorbido en todo lo que rodea el oficio literario que al final acabes dejando de escribir. Y eso es algo que me asusta. Cuando digo dejando de escribir no quiere decir necesariamente de forma literal, sino repitiéndote hasta el infinito, lo cual es más transcribir que escribir.

Cuando se publicó la lista de ‘los mejores escritores’, tu nombre apareció en la prensa española mal escrito. Te quejaste en Twitter alegando que, tras años de relación colonial con el Magreb, ya deberíamos saber escribirlo…
Es una cosa interesante. Hay un escritor guineano en la selección de Granta. Se apellida Medina Huesca. Yo comenté que hasta qué punto sería interesante que hubiera un Granta con cuotas, que hubiera al menos un autor por cada país de habla hispana. Dije que habría que meter allí a un marroquí, seguramente, y tal vez a un filipino. Y la gente se sorprendió. Hay una relación colonial de Europa con el Magreb, y de España concretamente con el Polisario y Marruecos, y que, por supuesto, no está reparada. Ni siquiera está percibida como tal, ni con Guinea casi.

¿Por qué no sabemos escribir Munir?
Es lo que intento decir. Estoy convencido de que hay adultos españoles funcionales que no saben que Guinea fue colonia española ni que se habla castellano, y de su literatura ni hablamos. Yo entendería que escribieran Mounir, que es la transcripción francesa, pero claro, que se inventen mi nombre… A mí es una cosa que no me ha molestado mucho durante mi vida, pero con el tiempo acabas pensado: ¿de verdad es tan difícil? (ríe). Que son cinco letras. Mi padre me mandó una nota de prensa y me dijo: «Oye, en esta no sales». Ponía: «Los seis españoles elegidos por Granta». No me habían puesto, supongo que porque daban por hecho que no era español. He desaparecido de alguna lista que otra (ríe).

Debe ser un viaje aparecer en Granta, tú que empezaste vendiendo tus libros autoeditados por los bares de Madrid…
Creo que cada vez se va a dar más. Quienes están empezando a escribir ahora, como yo hace diez años, no conciben la autoedición como un fracaso. Con la gente que lo hacía, Los Escritores Bárbaros, lo concebíamos como una forma de controlar todo el proceso de producción editorial y también de maximizar los beneficios. Porque tú como autor te sueles llevar un 10% del precio de venta al público, pero si te autoeditas el margen es mucho mayor.

¿Era rentable?
Cuando vendía de mano en mano vendía un montón. Todos lo hacíamos. En el mundo editorial, la cosa es simbólica. Por supuesto que te van a distribuir mucho más allá de lo que podrías llegar, pero lo que te da la editorial es capital simbólico. Y de todas formas yo siempre he tenido muy claro que iba a escribir durante toda mi vida, aunque no sé en qué circunstancias, ni siquiera tenía claro si iba a publicar…

Podrías estar ahora vendiendo ese libro por las terrazas de Granada…
Sí, en Granada, efectivamente. De hecho, una especie de versión preliminar de Cosas vivas lo presenté aquí a un concurso de la universidad, el Federico García Lorca, y ese año quedó desierto (ríe). Así que perfectamente podría haber estado por ahí y que nadie se hubiera acordado de él, podría no haber salido en Granta, podría haber pasado cualquier cosa. Hay un punto de contingencia en estas cosas.

En Cosas vivas narras un viaje real. Cuatro jóvenes que vais a vendimiar a Francia y tenéis distintas epifanías. Termináis trabajando en un matadero de animales que es en realidad un matadero de muchas cosas…
Sí. Realmente, aunque yo lo he dicho así alguna vez, no trabajamos, ni en la novela aparece, en un matadero como tal, como el sitio donde se matan los animales, las cosas vivas. Nosotros lo que hacíamos era atrapar gallinas y pollos, y vacunar. Y esto me parece interesante. Aunque hubiera trabajado en un matadero yo no lo habría puesto en la novela. Creo que en toda forma de violencia podemos aplicar la teoría del iceberg, que en la novela además se aplica en términos literarios, a la Hemingway. Una cosa que me interesa mucho es reunir las posibilidades políticas de lo literario con las posibilidades estéticas. Me interesa hacer este tipo de símiles, como la teoría del iceberg literaria —en la que solo vemos la punta de la trama, y tiene que haber un lector desconfiado—, y la teoría política del iceberg —cuando se dice que los asesinatos machistas, por ejemplo, son solo la punta—. Yo en la novela no habría puesto la punta del iceberg de la industria cárnica, me parece mucho más interesante mostrar el horror como una cosa amortiguada.

Me gusta el concepto de ‘thriller laboral’, no sé si has inventado tú el género…
Quería hacer una novela policial que tuviera un trasfondo ideológico o político fuerte. Si hubiera que responder a quién es el asesino en Cosas vivas, habría que responder que es el sistema, el capitalismo, el sistema de explotación laboral. Quería usar el policial para poner al lector en esa actitud de sospecha y luego llevarlo a que se diera cuenta de que el asesino no es como en un policial clásico, alguien concreto que tiene un móvil y vuelve al lugar del crimen y todo esto. Lo de «thriller laboral» no es mío, creo que es de Cristina Morales, que le puso ese nombre cuando se leyó la novela. Y me parece un acierto, la verdad (ríe).

Hablas de la relación de dominar y ser dominado, de cómo el trabajador maltratado acaba maltratando al pollo, de cómo todas las formas de explotación están vinculadas…
Lo que intenta la novela es conseguir lo que Ricardo Piglia llamaría una pequeña iluminación profana en el lector, darse cuenta de que todas esas formas de opresión están trenzadas, aunque no sepas cómo exactamente, porque esta es una de las cosas del capitalismo postindustrial, que las relaciones de poder están subsumidas en otro tipo de relaciones.

Ya que eres experto en Borges, esto me recuerda a sus laberintos, al cuento aquel en que se descubre que el narrador es el minotauro, monstruo y víctima a la vez…
Es La casa de Asterión. Borges a mí me parece —y es una cosa un poco rara de decir— un autor profundamente político, y me parece que en la izquierda literaria española tendríamos que releer a Borges con cuidado. En Borges hay una reflexión sobre el poder muy fuerte. Y también sobre conceptos como la culpa, que hoy en día están tan en boga. Por ejemplo, en La casa de Asterión, la confusión entre víctima y verdugo como tú has dicho; tenemos también el tema del traidor y del héroe, en La forma de la espada. Son cuentos donde hay una reflexión sobre el poder muy fuerte, sobre la responsabilidad, la construcción de las identidades nacionales… Esto es algo que en Argentina la izquierda tuvo que asumir en un momento dado, aunque Borges era una persona profundamente reaccionaria, digan lo que digan.

Algo facha diríamos hoy…
Eso no se puede salvar. Al menos en su época de madurez y ancianidad era extremadamente reaccionario, aunque es verdad que él era antifascista declarado. Y sin embargo, creo que lo podemos leer a contrapelo. Pero la izquierda española sigue teniendo a Borges como ese señor un poco molesto que escribía muy bien…

Fantasioso…
Sí, exacto. Esto se ve bien —casi te estoy contando mi tesis— en el cuadro que hay de Borges en la Biblioteca Nacional. Es un cuadro que a mí me parece horrendo tanto a nivel estético como a nivel político. Borges está sentado, con el firmamento de fondo, y arriba hay un laberinto y una rosa, pero no muy roja, es rosita, porque Borges no puede tener que ver con ninguna pasión. Es un Borges desactivado.

Has dicho que cuando te sientas a escribir te gustaría escribir un cuento de Borges que no hubiera sido aún escrito…
Sí, eso sería, vamos… Yo creo que el Estado debería pagarme un sueldo para que haga eso (ríe), si fuera capaz. Me parecería una función social.

¿Qué ocurre en la mente humana cuando alguien está vacunando un pollo y le rompe las alas?
Habría que preguntarse qué ocurre en alguien que hace eso cada semana. Ocurre una cosa que de nuevo creo que trenza muy bien la teoría literaria con la teoría política… y es que miras para otro lado. Eso es lo que ocurre. Te insensibilizas. Te anestesias. Esas cosas vivas dejan de ser cosas vivas. Son unidades de producción. Y cortocircuitas un poco, te ríes a veces, sin saber por qué, o te pones a pensar en otra cosa y estás tan lejos mientras estás vacunando tres pollos por segundo… Empiezas a descargar en los pollos, empiezas a odiarlos, como si ellos te hubieran contratado.

Pero al trasladarlo a la literatura es el efecto contrario: la empatía. Yo como pollo y me has fastidiado…
(Ríe) Si supiera cómo escribir para insensibilizar no lo haría. No sé cómo se hace. No veo ningún valor político en eso. La literatura impone una distancia siempre. Cuando tú experimentas eso, cuando sales de allí y te vas a tu casa y te pones a pensar —si puedes pensar, porque a lo mejor mañana tienes que trabajar de lo mismo y cuidado con empatizar con ese animal—,en el momento en que tomas distancia, yo creo que necesariamente empatizas.

Dices que Respiración artificial, de Piglia, es la madre de tu novela. Supongo que entonces habrá también padres, hermanos, primos de todas las novelas…
Creo que siempre los hay. Yo trabajo mucho con esa idea. Seguimos manteniendo esta cosa de la autoría, pero me parece que ya está bastante claro en el mundo literario que esto de la autoría es una ficción. Lo que pasa es que como ficción legal funciona.

¿Bolaño sería un tío carnal de tu obra?
Bolaño está muy presente también, me guste o no, de hecho.

¿Por qué no te gusta?
No, si me encanta. Pero en parte no me gusta admitirlo, y no lo sé. Quizás por la lectura canónica de Bolaño. Yo creo que ante todo Bolaño nos enseña sintaxis, la verdad (ríe). Tenía esa capacidad de contarte. Creo que nos podría narrar cómo se levanta una mañana y se toma una tostada y fascinarnos igualmente. Siempre que se te filia con un autor se te lee mal, ¿no? Dando por hecho que yo defiendo la lectura desviada, pero claro, uno tiene su propia lectura errónea de sí mismo, le molesta cuando lo sacan de ahí (ríe). Pero es una gran admiración lo que siento por Bolaño. Y no estoy para nada en contra de lo que se ha venido a llamar lectura adolescente de Bolaño. Estoy en contra de todo lo contrario. 2666 o Los detectives salvajes tienen tanto éxito porque son capaces de hacer que un catedrático de literatura sienta lo que siente una persona de catorce años cuando lee Harry Potter (ríe).

Piglia decía que en Borges había una tensión entre los antepasados paternos y los maternos. ¿Ocurre algo parecido en ti, de padre argelino y madre andaluza?
Sí, lo que pasa es que, a diferencia del caso de Borges —que es lo que Piglia llamaba el doble linaje, el linaje paterno del inglés y el materno del castellano—, en mi caso, uno de esos linajes no es letrado. En mi casa no había una biblioteca de mi padre. No quiero decir que sea analfabeto o que no leyera… él lee. Pero en mi casa era la biblioteca de mi madre. Curiosamente mi madre es filóloga árabe, con lo cual yo crecí leyendo Las mil y una noches, entre otras cosas. Del linaje paterno diríamos que serían las historias. Mi padre siempre ha sido muy buen contador de historias y creo que esto tiene que ver con el Magreb en general. La capacidad de la narración oral. No estoy simplificando, hay una gran literatura en el Magreb, pero yo no tuve acceso.

Pero esa oralidad llegó a ti…
Mi padre siempre nos contaba cuando éramos pequeños historias absolutamente fantásticas como si fueran reales. Como cuando salvó a un amigo suyo en la mili en el Sáhara disparando a una serpiente con la escopeta a doscientos metros. Y estas historias fantásticas son para mí parte de mi acervo literario, quiera o no.

Aun expresándose en perfecto español, dices que él tiene una forma de narrar distinta…
Sí, es verdad. Pero no quiero caer tampoco en simplificaciones. A mí sí me parece. Y no solo ocurre con mi padre, sino con mis tíos, con los amigos de mi padre… hay como una suspensión del tiempo narrativo, creo que lo diría así. Pero no sé si tiene que ver tanto con el Magreb como con la irrupción del capitalismo en Europa. Cuando mi abuela, que es andaluza, se juntaba en Estepona con las vecinas, funcionaban los mismos códigos narrativos que funcionan en el Magreb. Lo que pasa es que en nuestra generación —y puede que ya en la de mi madre— la narración ha sido colonizada por el capitalismo en el sentido de maximizar el beneficio, qué quiero contar y cómo lo puedo contar lo más rápido posible, y esto se opone firmemente a otra forma de narrar que más que magrebí preferiría llamar precapitalista. Y esa tiene que ver con que narrar es el propio objeto de la narración. Recrearte, lo que llamamos estar de cháchara…

¿Cómo confabula el árabe con tu español?
Lo que es al castellano, yo te diría que de ninguna manera, y seguramente me equivocaría, pero en mi forma de narrar creo que sí, por esto que estábamos hablando. Y me doy cuenta. En mi primera y segunda novela hay una recreación en narrar historias totalmente laterales a la historia principal. Es constante. Y luego también padezco una hiperconciencia de la lengua. Me pregunto mucho por las etimologías.

¿Te sientes vinculado con la tradición literaria de las colonias africanas, Mohamed Chukri, Camus, Goytisolo…?
Totalmente no. Curiosamente. Yo creo que mi forma de posicionarme ante ese tipo de relaciones ha sido dedicarme a la literatura latinoamericana. Es que al final yo estoy en una posición bastante extraña. Porque si hablamos, por ejemplo, de Camus, él escribe en francés. Yo no escribo en francés, y Francia colonizó la tierra de mi bisabuelo. Y esto la verdad es que nunca lo había pensado, lo estoy ahora pensando contigo, pero es interesante esta idea de que quizás mi forma de relacionarme con el posicionamiento colonial de mis dos nacionalidades sea la literatura latinoamericana por encima de todo. Quizá por eso me interesa tanto. Quizá no sea casualidad.

No deja de ser un viaje por muchas colonias: las territoriales y las lingüísticas.
Ahí estoy en ese cruce. Y al final tienen que ver, porque me interesa mucho, las relaciones entre el canon y los anticánones que existen, la relación lingüística de dominación. A mí me fascina que hablemos de literatura española y latinoamericana como si se pudieran comparar esas dos cosas. Si me dijeran «salva cien libros en castellano», a lo mejor, de autores españoles salvaría solo dos o tres. En su producción no se puede comparar España y Latinoamérica. Pero sigue habiendo esa mirada colonial. El Instituto Cervantes es español, no es iberoamericano, y solo se enseña un tipo de castellano, el español estándar normativo, el andaluz está, por ejemplo, superminorizado en este orden colonial.

Se habla del español como el gran recurso, como si fuera petróleo…
Sí, un activo, una mercancía. De hecho en la literatura argentina —hablo de la argentina porque es la que conozco, pero seguro que ocurre en otros sitios— se lleva reivindicando desde hace un tiempo que cuando un traductor argentino traduzca a Tolstoi, pues que los personajes de Tolstoi hablen de vos, que es exactamente tan natural como que hablen de tú.

¿Cuándo ha sido la última vez que has bailado la canción del músico argelino Rachid Taha, Ya Rayah? Creo que dices que explica muy bien el éxodo magrebí…
(Ríe) Es una canción muy de la generación de mi padre, pero creo que al mismo tiempo apela no solo a los argelinos, sino a cualquier persona que vive una diáspora. A mí no me ha pasado, pero explica que cuando uno se va a vivir a otro país ya no eres ni de un lado ni de otro, te desubicas. Y ayer mismo, en el restaurante de mi padre me encontré que tenían un jolgorio montado con algunos colegas del pueblo y justo estaba sonando Ya Rayah (ríe). Estaban allí, con una darbouka que tiene mi padre, dándole caña.

Crees que hay algún elemento generacional en los escritores que habéis salido en Granta. No sé si la identidad, el género, la precariedad…
Yo me pregunto que hasta qué punto… Es eso de la profecía autocumplida. Y esta cosa de encontrar siempre lo que uno busca creo que ha pasado un poco con Granta. Se ha hablado de la verbalidad, y es verdad que está en varios relatos, pero también es cierto que lleva bastante tiempo trabajándose y pensándose la oralidad en literatura…

Como en Panza de burro, de Andrea Abreu, por ejemplo.
Sí, con Andrea está clarísimo, y hay otros relatos de Granta que son superorales, pero ni diría que son la mitad ni que es algo propio de nuestra generación. Lo que sí que me ha sorprendido mucho es la cantidad de relatos en los que está la infancia presente. Eso me ha sorprendido, lo que no sé qué significa (ríe).

Aseguras que no crees que existan veinticinco escritores realmente buenos en una generación…
No, no lo creo. ¿Tú crees que sí?

No lo sé. La cuestión tiene la trampa de definir qué es realmente lo bueno.
Tienes razón que ahí estoy cayendo un poco en la trampa de lo canónico. Esto lo decía no porque considere que los relatos de Granta no son buenos. Me parecen muy buenos. Lo que quería decir con esto es que no me gusta el adjetivo de «mejores», que sale en la portada y además tiene como un relieve, para más inri. Entiendo que ni la gente de Granta ni el jurado piensa que están eligiendo a los veinticinco mejores escritores de nuestra generación. Si existe tal cosa, seguramente ese escritor o escritora no esté en Granta, por estadística. Creo que es una cuestión de marketing, para que se empiece a discutir, quizás, como una forma de empezar un debate, que puede ser muy rico, pero yo no me considero uno de los veinticinco mejores ni sé qué significa eso.

Llevas tatuado un cangrejo en el brazo izquierdo, ¿tiene algún significado?
Sí, aquí está (lo muestra). Además es un cangrejo de caligrafía china. Esto también es muy borgiano. Es una historia de Chuang Tzu, de estas historias que hay en la tradición china protagonizadas por este personaje, como la de la mariposa famosa, en la que un día Chuang Tzu se quedó dormido en su jardín y soñó que era una mariposa y cuando despertó no sabía si era Chuang Tzu que había soñado que era una mariposa o una mariposa que había soñado que era él…

La tradición taoísta.
Ese relato no es apócrifo, pero el del cangrejo sí, y curiosamente… Lo del cangrejo es largo, pero a mí me fascina; si no, no me lo habría tatuado…

Cuenta el cuento, que aquí somos cuentistas…
A Chuang Tzu le viene un día el emperador y le pide que dibuje un cangrejo en caligrafía china. Le dice Chuang Tzu que sin problema, pero que necesita diez años, una casa y diez sirvientes para poder hacer el cangrejo. El emperador vuelve a los diez años, pero Chuang Tzu se había dedicado a beber, a pasárselo bien, a escribir sus cosas, lo que sea, menos a pintar el cangrejo. El día que llega el emperador, Chuang Tzu se levanta del catre, coge el pincel y, en un momento, dibuja, dice el relato, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto. Y esto tiene una cosa que a mí me encanta: se lo inventó Italo Calvino, no es de la tradición china…

¿No es de Chuang Tzu?
No. Y a día de hoy hay muchos chinos que sí creen que es de su tradición. Es una falsificación maravillosa (ríe). Muy borgiano. Es como un iphone falso pero al revés. Es un relato que la tradición italiana le ha colado a la tradición china como chino. Y lo que más me fascina de este relato es la pregunta que nos obliga a hacernos sobre el valor de la obra de arte. Si yo fuera profesor de instituto, Dios me libre, pobres críos, les pondría el relato y preguntaría: ¿cuánto tardó Chuang Tzu en dibujar el cangrejo? De qué condiciones nos habla sobre las formas de producción del arte y la forma en que lo valoramos. ¿Por qué ese cangrejo era perfecto? Me parece que es un relato como el de la mariposa, que da para darle vueltas durante horas a qué es el arte, qué es la literatura. Sigo dándole vueltas…

 

Erudito, pero con las botas manchadas de mierda de pollo

Munir Hachemi

Munir Hachemi es un hispano-argelino que se refleja en el Río de la Plata (y por sus cauces en toda Latinoamérica). Chico de barrio de Madrid, se mira en el espejo del escritor Ricardo Piglia, por ejemplo, quien se preguntaba, en su novela Respiración artificial, «cómo narrar los hechos reales» mientras desaparecían sus vecinos en la dictadura argentina. Munir es también un madrileño-andaluz que descubrió en una ETT francesa que era menos español de lo que creía. Que allí lo leían como un árabe más. Publicó en la editorial Periférica su tercena novela, Cosas vivas. Las anteriores (Los pistoleros del eclipse y 廢墟) habían sido autopublicadas en su propio sello, Ediciones Paralelo. Tiene aún alma de fanzinero: es erudito, pero con las botas manchadas de mierda de pollo. Terminó su tesis doctoral en la Universidad de Granada sobre Borges (Repensar a Bourdieu: La recepción de Borges en la narrativa española). Ha trabajado de camarero, informático, vacunador de animales… Ha sufrido y denunciado el racismo. La palabra Granada se multiplica en él: vive en la ciudad andalusí por excelencia y dicen los críticos que su obra es como «una granada de mano». Ha sido considerado como unos de los escritores en español más prometedores de su generación.

 

Esta entrevista es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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