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17 Ene 2023
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Las herejías lingüísticas de Rosalía

Javier Rada

Tras publicarse su último disco, ‘Motomami’, Rosalía ha tocado la fibra lingüística. Sus críticos han saltado por el uso bastardo de la lengua española, donde todo lo bate, como un fuego que todo lo samplea

Una gata en Kawasaki

Nuestra gata va en Kawasaki y habla extraño. ¿Chica, qué dices?… Es una jerigonza graciosa, un idiolecto de los tejados globales, una koiné lúdica, un batiburrillo millennial de usar y tirar. Con su último disco, Motomami, publicado el pasado marzo, da la sensación de que se ha producido un cisma en la gasolinera del pop. El mundo está dividido entre los creyentes (Rosalievers) y una turba con antorchas lingüísticas. Entre el lenguaje motomami y la cruz de Nebrija con un trasfondo de rock castizo. Algo así.

Tra-trá… mu’ mal, mu’ mal…

En la gasolinera, rodeada de sus motomamis, ella grita a los cuatro vientos globales: «Saoko, papi, saoko…». Sus detractores se rasgan las virtuales vestiduras por este inocente soneto: Pa’ ti naki, chicken teriyaki… (en la canción «Chicken teriyaki»). Ella enseña las uñas de asesina de Kill Bill y responde a las críticas con esas risitas de joyas dentales (grills), brillantitos de mariposa en sus incisivos que seguro que aterran a su odontólogo.

Las lenguas bastardas de este siglo aparecen como un arañazo en su tanga de Gucci. ¿Tú eres el que pimpeas o te pimpean a ti? (letra de la canción «Bizcochito»). Como sex siren, yo me transformo…(en «Saoko»).

Publica un vídeo, una canción, una letra a capela, un escote o desnudo random (aleatorio), con esas uñas largas, extrañas, afiladas e histéricas, a lo camp (la cultura kitsch que se basa en el humor, la ironía y la exageración), o a lo emperatriz Cixí (la regente de China entre 1861 y 1908)… y explotan las redes sociales. El fuego es bonito porque todo lo rompe, dice en «Sakura», y se queda tan ruling (tranquila o relajada, en jerga dominicana).

No es extraño que despierte oleajes, críticas y amores por lo que dicen que le hace a la lengua española. Tal ha sido el lío que hasta el director de la Real Academia, Santiago Muñoz Machado, se pronunció en una entrevista en El Confidencial: «Antes a ese lenguaje le llamábamos jerigonza (…) tampoco creo que tenga un mensaje trascendente».

Muy sata (graciosa, simpática, en jerga cubana), ella jerigonzonea hasta la médula. Perrea sobre el capó con los ancianos sujetos, verbos y predicados que babean frente a sus nuevas caderas puertorriqueñas. Verbos que tienen que josear (del inglés, ‘buscarse la vida’, en jerga latina), y mucho, para encontrar la coherencia.

Mucha gente no entiende lo que dice, y aún así siguen amándola. Diosalía es un neologismo del culto pagano. Sus fans se tatúan su idiolecto en los brazos o bajo las tetas (el icono de una G en forma de corazoncito, de su tema «Como un G» / un gánster).

Algunos la han comparado con Góngora, y no por su calidad literaria, sino por lo que hace con la lengua: una herejía, la elección randomy desacomplejada del léxico. Esto lo argumentó el escritor Alberto Torres Blandina en un artículo de la revista Valencia Plaza titulado «Por qué Góngora y Valle-Inclán adoran a la Rosalía». Se viralizó. «Me ha sorprendido la cantidad de insultos que he recibido por ese artículo, no te lo puedes ni imaginar», asegura el novelista a Archiletras.

Gongolía. Rosa-Inclán. La cosa empieza fuerte porque ella tiene to’ lo que tiene delito («Bizcochito»). Otros la comparan con Blade Runner, con el fin de la civilización y los cíborgs. «Una nueva neolengua ha desplazado los idiomas tradicionales. Ya no importa comprender, sino experimentar emociones primarias, banales. La inteligencia y el buen gusto retroceden», escribió en Twitter el crítico cultural Rafael Narbona.

Chica, ¿qué dices?… Saoko significa ‘ritmo’ en lengua afroamericana, en la jerga internacional del reguetón, el nuevo lunfardo de las clases populares. Saoko… papis de la rae, que ella está pámpara (estar bien y con pasta, en dominicano).

El lenguaje motomami, por su mutabilidad y volatilidad, parece que ha venido para quedarse. En Internet ya tenemos los primeros diccionarios de este léxico random. M de Motomami… Motomami, Motomami…. Nuestra gata va en Kawasaki y se llama Rosalía Vila Tobella.

Rosi se come el ‘bizcochito’

Candy

Es Rosi para los de su casa, y con solo tres discos (Los Ángeles, El mal querer y Motomami) se ha convertido en la artista española con mayor proyección global. No habíamos visto un fuego así desde hacía décadas con Julio Iglesias: Quiero una cadena que me arruine to’a la cuenta, como Julio en los setenta (dice ella misma en «Chicken teriyaki»).

Ha conquistado con su motomamismo los Estados Unidos y es una habitual de los saraos. «La razón de tantas críticas es proporcional a su éxito», nos contextualiza Héctor Fouce, experto en música y comunicación de masas de la Universidad Complutense.

Heredó el nombre de su abuela. Rosalía seguro que sonaba extraño en la Cataluña del expresidente Jordi Pujol, cuando todavía se negaba lo mestizo, charnego y flamenco. Nacida en 1992, se crió en Sant Esteve Sesrovires, un municipio industrial, a cuarenta kilómetros de Barcelona. Allí está la sede de la fábrica Chupa Chups (y ahí empezarían los juegos de palabras y la voluntad de chupar la bola del mundo). Territorio de polígonos, es decir, de fronteras entre la industria y donde se duerme.

De familia media, recibió clases de jazz moderno y de danza. Estudió flamenco en el Taller de músics del Raval de Barcelona, el antiguo Barrio chino. Transitó con su bici plegable por callejuelas de jerigonzas y culturas paupérrimas, de nuevos hipsters adinerados, antiguo laberinto de las koinés de marineros y de ladrones poetas como Jean Genet. Se mezcló en la plaza del Macba con skaters, raperos y cervezas de lata. Gracias a sus padres, ajenos al flamenco, leía poesías y novelas.

Se formó en la prestigiosa Escuela Superior de Música de Cataluña. «Es el centro de aprendizaje musical de vanguardia en España, un modelo de conservatorio superior que va más allá del conservatorio clásico», asegura Fouce.

Trabajó, como dice en sus letras, 24/7: Soy igual de cantaora con un chándal de Versace que vestíita de bailaora («Bulerías»). Sus profesores la describen como una trituradora de conocimiento. Tiene una base musical más que sólida que ahora combina con las orejitas de gato en el casco de la moto, a lo adolescente japonés. Que junta con esos culos reguetoneros, lunas de una nueva ambigüedad. ¿Es machista o es empoderamiento? Da igual. Es la pámpara. No la van a pillar, ella va demasiado rápido.

Está tóchucky (del inglés, onfire) como una cookie (galletita). Las palabras en ella se desnudan del significado, se fijan en el aire, adoptan lo sonoro. Va soltando por Miami los benjis de aquí para allá (los billetes de cien dólares, en los que sale la cara del primo Benji, o Benjamin Franklin). Se ha comido el bizcochito (título de una de sus canciones) del mundo. Bizcochito es como los reguetoneros llaman a sus mozas.

‘Frontear’ con una cíborg​ no es buena idea

Si con las uñas de la emperatriz Cixí empezamos a rasgar su envoltura pop, nos daremos cuenta de que nuestra gata es una macarra bastante culta. Un caballo de Troya en la industria musical, un gusano de seda que quizás llegue a intelectualizar al básico reguetón o al tribulado y bipolar trap, según los expertos. Tiene hasta un abecedario publicado en una canción («Abcdefg»), por si no la entiendes: A de alfa, altura, alien. B de bandida. C de coqueta. D de dinamita… M de motomami.

Algunos usan el docto frame (marco mental) de las vanguardias y dicen que es revolucionaria o hasta ultraísta (el movimiento vanguardista que jugaba con el lenguaje sin importarle la opinión de los demás, una literatura «de» y «para» iniciados).

Ya empiezan a surgir las primeras tesis doctorales sobre el fenómeno Rosalía. En los institutos hay profesores que usan el disco de El mal querer para explicar literatura a sus despistadillos alumnos. Incluso se han publicado ensayos sobre su imaginario y poética, con gente sesuda, como Jorge Carrión o Agustín Fernández Mallo: Ensayos del buen querer.

Pero vivimos tiempos impíos, muy polarizados, bebé, donde nos dedicamos a frontear con todo. Frontear es una palabra nativa de Puerto Rico, muy usada en el reguetón y por ella misma. Significa algo así como ‘vanagloriarse a lo macarra’. «Siempre que alguien toca una estructura que asociamos a nuestra identidad, como es la lengua, activa nuestras alarmas. Es esta noción del ser humano como animal, como si estuviera protegiendo lo conocido», asegura Mateu Terrasa, músico y profesor de la ceu San Pablo y autor de varios papers, entre ellos su tesis doctoral, sobre Rosalía.

Nuestra gata, la muy sata, mueve sus nalgas frente a Nebrija y pimpea como nadie (de pimp, en inglés, ‘chulo’). Si te dice que es expensiva (otra deformación del inglés) quiere decir que ella es «cara», «costosa». A estas alturas sabe que cualquier cosa que diga será carne de meme, y el meme es el Pony Express de nuestro tiempo. «Todo lo que hace es muy memeizable, como lo del chicken teriyaki», confirmaTerrasa.

TikTok (plataforma de vídeos juvenil que usó para presentar Motomami) está lleno de chavales, por ejemplo, haciendo el movimiento del gatito de la suerte, su pensado bailecito en el videoclip de «Chiken Teriyaki». Su lema es (y cambiará antes de que termines este texto): Me contradigo, yo me transformo («Saoko»).

Si observamos las letras, los videoclips y lo que publica en sus redes sociales, parece como un espejo, una centrifugadora, un catalizador de las jergas del mundo. «La fuerte formación musical académica la legitima a ella como músico, le otorga el capital cultural; y por otro lado, como es una chica millennial y muy inteligente, sabe integrar todo esto que nos rodea», dice Terrasa.

Mezcla lo latino con lo asiático, las bulerías con Miami, el sexo con Dios, y se queda tan ruling… «Bebe de cualquier sitio, igual coge una bulería que una cosa superreguetonera o una especie de bolero… Va de un lado al otro del mundo, en el espacio físico y también en el tiempo», explica Fouce.

Básicamente hace lo que quiere y eso implica también a nuestro querido castellano. Ella es la motomami que les habla a las motomamis del mundo sin que nadie pueda decir qué es exactamente una motomami. «Sería la mujer cíborg​, que yo me transformo, que experimenta, utraecléctica, y electrónica», especula Terrasa. La mujer moto, el motor de la hembra, el cíborg​ del polígono.

La moto es la metáfora de lo que es ella: «Algo ensamblado a piezas, moderno, ligero. Y es también un homenaje a su vida, porque repite que sus padres iban en moto; y a un flamenco que no es de tablao, sino de parking», dice Terrasa. Okay, motomami, cultura meme cruda a lo sashimi. Slang nómada del nuevo gitano digital. Palabras árabes, dominicanas, de gammers, gangster y youtubers.

Nuestra Rosi habla con su hermana Pili —que es su estilista— en catalán en la intimidad, y la han acusado también de manchar ese idioma por su canción «Miliònaria», porque dijo (omg!) cumpleanys (barbarismo de cumpleaños) y no aniversari (lol!). Pero ella en casa dice cumpleanys y racineta (chica que se va de racing o carreras).

Nuestra gata es la parodia y a la vez la referencia. Tiene más capas que el collar de la chucky de Elon Musk. Si la criticas, te devolverá un arañazo intertextual. ¿Te ríes de mis uñas? Estudia la historia de China y atiende a cómo los embajadores occidentales se ponían tensos cuando la emperatriz Cixí —la motomami de garras de osa tibetana— rasgaba con el acero la taza de té. O mira pelis de kung-fu.

Las uñas que ha puesto de moda (se ha multiplicado su venta) son igualmente ambiguas: simbolizan a la vez la que no tiene que trabajar o mantenida y la poderosa. A lo Quentin Tarantino, dijo ella. Y allí tenemos otro culpable. Una trituradora Kill Bill, una batidora sonora y de cualquier tipo de referencia.

«Llevamos tiempo diciendo que las audiencias son hoy omnívoros culturales. Y lo lógico entonces es que los productores culturales también lo sean», asegura Fouce. Un reflejo de lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han llama la hiperculturalidad. Es la constante juxtaposición de culturas, sin posiciones jerárquicas. A palé! (uno de los neologismos de su idiolecto, ‘a lo bruto’, como a palés de obra).

La pistola roja amapola de Rauw Alejandro

Los futuros historiadores dirán que el cisma comenzó con aquel vídeo en el que salía en un telesilla de Baqueira Beret. Se trataba de un teaser, un adelanto de Motomomi donde cantaba el tema «Hentai», hasta entonces no escuchado y muy distinto de lo que había hecho anteriormente. Por si andamos despistados, el hentai es el porno animado japonés.

Aparecía sobre el sillín y lo adelantaba a capela, con una voz muy dulce y un piano suave, todo muy cuuuuuuuuute! (mono). Y así, en las alturas nevadas, sonó la alarma de una avalancha: unas letras bizarras, simples, hedonistas, sexuales, y totalmente alejadas del lorquismo de El Mal Querer. «“Hentai”, el primer gran tropiezo (y berrinche) de Rosalía», tituló el diario ABC.

Empezaron los análisis semánticos en la prensa como si todos hubiéramos regresado al instituto de Juan Ramón Jiménez. ¿Hazme un tape modo Spike? ¿Spike Lee? Corrían como las llamas del verano los supuestos fans que decían ser ahora haters (sí, en inglés). Segundo es chingarte, lo primero Dios… Y esta frase explotó las cabezas.

Tal fue la avalancha que Rosalía respondió en su Twitter: «Las personas q os está molestando la letra de Hentai estáis bien??». Y todo por unas letras juguetonas dedicadas a su novio, el también superventas, Rauw Alejandro. Algo tocó con ese vídeo más allá de la pistola roja amapola de Rauw.

En Motomami hay mucho sexo lúdico. Superstición. Devoción. Reflexiones sobre la fama y el éxito. Hay amor y fuego (las llamas son bonitas porque no tienen orden / «Sakura») y muchas motos y mariposas. Pero antes de eso también hubo poesía occitana y el imaginario de Lorca, con El Mal querer. «El yo me transformo, o yo experimento, es una de las marcas de Rosalía», dice Terrasa.

Es una chica que empezó con Los Ángeles cantándole a la muerte (parece normal que se tome ahora un respiro en Miami). Luego vino la luna como augurio, las bodas de sangre, el oro… O los poemas de San Juan de la Cruz. La simbología mística cristiana. El color púrpura que habla del hijo de Dios y también del feminismo. Dobles, triples, cuatriples, referencias. La mujer que es enterrada en el videoclip de «Malamente» por los hombres y que renace empoderada sobre una moto y reta al torero. Lo masculino contra la máquina, la cíborg que se ha construido a sí misma en el taller… de músics. «Muere para renacer», dice Terrasa. Y aquello fue como la anunciación de la futura motomami.

Motomami está igualmente plagado de referencias culturales, y por eso sus defensores no dudan en utilizar una palabra que parece incoherente si la rimas con chicken teriyaki: intelectualidad. «Yo creo que es una música muy intelectual, aunque esto no se pueda decir, porque es una forma de hacer que es totalmente referencial, y los intelectuales estamos siempre haciendo citas», añade Torres.

Encontramos referencias al flamenco Manolo Caracol, a Tomaso Albinoni, compositor italiano del barroco, al diseñador de moda de Harlem, Dapper Dan, creador del lujo urbano, o a la rapera Lil’ Kim. En sus vídeos hay referencias a Lost In Translation, Taxi driver o el director coreano Wong Kar-wai. Todo es guerrillero, cute, irónico, sampleado, íntimo, infantil a la vez que sexual. Todo se une a otra de sus marcas: la naturalidad.

En «Saoko» coge una canción del reguetón clásico (de Wisin y Daddy Yankee) e invierte los roles de género. La homenajea, pero a la vez la deconstruye. Ahora las mujeres son una panda de moteras salvajes y no un bizcochito semidesnudo en un carrito de los helados. Usa sintetizadores y una base de jazz ligero. Timbres deformados, y esencias de jazz, sí, en un tema de reguetón (y la acusan de comercial). Nunca es nada exactamente algo con Rosalía. «Es una maestra de la intertextualidad», concluye Terrasa. Se establece un diálogo constante con otras obras, géneros, y artistas.

Médium de las jerigonzas en mundo-incoherencia

Va como un médium soltando el ectoplasma de las jerigonzas. Con su Combi Versace, se menea por el delirio neoliberal de la escena blingbling (el onomatopéyico sonido que hacen las joyas, popularizado por el rap de los noventa). Los lamborghinis y los diamantes en chándal, la riqueza macarra. «Rosalía coge eso, se lo apropia, y no sabemos sin en realidad desea eso, si es la presión de esa estética, o si en un tercer nivel hace una parodia», dice Terrasa.

No importa. Hace unas décadas todavía existía eso que llamábamos coherencia (recuerden el punk), pero la verosimilitud ha sido la primera víctima de este siglo. «Hay una ruptura generacional brutal. Esta generación está acostumbrada a que todo cambie a toda velocidad. La falta de coherencia no representa un gran problema en el sentido que también es un consumo cultural muy de usar y tirar», dice Fouce.

Hablamos de una generación que ha visto la crisis del 2008, la pandemia, y ahora el coqueteo de una guerra nuclear. Antes las koinés, las mezclas sin querer, el batiburrillo de los dialectos errantes, se fraguaban en galeones y largos trayectos del mar; hoy solo en segundos a través de Twitch.tv.

Pensemos en la jerga del lunfardo y del tango, otra centrifugadora de palabras y expresiones raras, con sus vestimentas del chulo blingbling, que nació en los malos barrios también, que causó risas, desdeños y críticas, y que terminó adoptado nada menos que por el ultraísta Borges (y allí todos callamos).

A Valle-Inclán la Real Academia de su tiempo le dijo que no sería aceptado nunca porque destrozaba el español. Y Valle respondió que él era hereje a sabiendas. «Y ella lo hace de una manera lúdica igual que él», dice Torres.

Rosalía, a su modo, también se declara hereje a sabiendas porque sabe que la jerigonza siempre ha estado muy asociada al flamenco del que nunca suelta una pata. Son las reglas de juego: «El flamenco siempre ha jugado con el lenguaje», dice Fouce.

Pensemos en Lorca y en su «verde te quiero verde» o en el «toma que toma» de la canción. «Lo que suena tiene una materialidad, aunque sea un chu-chu-á. Es el valor de las palabras como cosas que suenan más allá de lo que signifiquen», añade.

Y esta es una regla de juego muy antigua de la música popular, un territorio mágico para los idiolectos. «La búsqueda de una coherencia, y de pensar el texto musical como si fuese aislado de lo sonoro, reducirlo a palabras como si fuera un análisis literario, termina empobreciendo ese análisis, y es un problema clásico de los estudios de música popular», asegura Fouce.

Ocurrió con el rock (y hoy los rockeros que van al concierto de Siniestro Total —los de ayatola no me toques la pirola— se quejan del idiolecto de Rosalía). Ocurrió con el dagnut, la música marginal indonesia que es hoy un himno nacional, y el jazz.

«Ella está haciendo experimentación dentro del pop, en un contexto de masas», dice Terrasa. Se comporta como un gusano troyano en la alfombra roja, subvirtiendo lo que debería ser «estandarizable, fácilmente transmisible e universal». Cuando el caballo entra a Troya. Tú te confías y ardió (uh, no), uh, no. Eh, yo soy muy mía, yo me transformo. Una mariposa, yo me transformo…

‘Pa’tinaki’… el español come ‘maki’

Los neoclásicos también criticaron a Beethoven porque decían que no había en él virtuosismo, porque apostaba por la pasión y no por las reglas. «Parece que nos olvidamos de que llega un momento en que todas las generaciones se han desconectado y ya no entienden nada, siguen aferrándose a su vejez mental», dice Torres.

Su hipersexualidad conecta con el ethos, el carácter de los tiempos del pornhub. Pero también es el desnudo de una biografía y la imagen del nacimiento de un mundo nuevo. La diosa del Prado, idealizada, blanquecina, tapándose las zonas rojas, como en la portada de Motomami: la Venus de Botticelli (en el instituto también la usan en las clases de historia del arte).

Rosalía seguirá haciendo de médium de nuestro tiempo soltando los benjis sonoros. «Yo creo que el artista es un vidente o profeta en el sentido de que es capaz de articular algo que todo el mundo siente o está en el aire», asegura Terrasa.

Y nosotros, bebé, que creíamos que la lengua iba a estar a salvo en el jardincito de piedras de la Real Academia. El español, como Rosalía, va en Kawasaki, come mucho maki y frontea con el inglés mientras josea. Es una mariposa de uñas guerreras y parece que el muy chucky también se transfooooooorma.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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