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15 Nov 2018
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Entrevista

Héctor Abad Faciolince: «Empecé a leer con la orejas, cuando me leían cuentos»

Marco Schwartz

Nacido en Medellín en 1958, es una de las voces literarias más potentes de la lengua española. Su novela más aclamada, 'El olvido que seremos', está basada en el asesinato de su padre, el médico y conocido defensor de los Derechos Humanos Héctor Abad Gómez.

La RAE define la lengua como un «sistema de comunicación verbal propio de una comunidad humana y que cuenta generalmente con escritura». ¿Le parece certera esta definición? ¿Cuál aportaría usted?
Las definiciones de un diccionario tienen que ser sintéticas y la de la RAE no es una mala síntesis. Creo, sin embargo, que la distinción que hizo Saussure entre lenguaje, lengua y parole sigue siendo muy útil para entender y entendernos. El lenguaje es la capacidad lingüística que todos tenemos y que le permite a todo niño aprender cualquier lengua. Por eso se cree que existe una especie de «órgano del lenguaje» —así lo insinúan Chomsky y Pinker— que nos permite entender y aprender todas las lenguas humanas. El lenguaje es, pues, singular: un atributo de todos. La lengua, en cambio, es múltiple: hay miles de lenguas vivas e infinidad de lenguas muertas; hay lenguas dominantes y dominadas, imperiales y criollas, y cada una consiste en un sistema de signos que unen imágenes acústicas con sentidos. Cada lengua tiene sus rasgos peculiares en la fonética (la erre francesa, o la española o la inca), en la gramática (cierta forma de construir las oraciones), una sintaxis típica (el verbo al final de los alemanes), un ritmo muy suyo. Los individuos no pueden crear ni modificar una lengua, pero cuando se mira una lengua en diacronía, a través del tiempo, se observa cómo las lenguas van cambiando y evolucionando, cómo poco a poco el latín se convierte en italiano, español, francés o rumano. Y por último la parole es lo típico y concreto de cada hablante: la realización concreta de la lengua. La lengua, entonces, viene del lenguaje —una potencia humana— y se realiza en la parole.

Hablando de la Academia, decía Gabriel García Márquez, en una entrevista en 1972, que al castellano «lo tienen preso desde hace varios siglos en ese cuartel de la policía del idioma que es la Academia de la Lengua» y exhortaba a los escritores a liberarlo. ¿Comparte usted aquella preocupación de Gabo?
Siendo la lengua una construcción colectiva, nadie la puede meter presa, aunque quisiera. Ni los gobiernos ni las academias ni ejércitos de puristas y correctores ni bandas que proclamen la anarquía. La única forma de acabar con una lengua es matando a todos aquellos que la hablan.

Alfonso Reyes fue incluso más lejos y reivindicó el poder popular de la lengua; él, que era un erudito.Dijo, entre otras cosas, que si el aliento de los idiomas se confiara a los cultos, aún estaríamos hablando latín. ¿Qué opina usted de este pulso permanente en torno a quiénes deben ser los garantes de la buena salud del idioma?
Un erudito sabio como fue Alfonso Reyes sabe que no hay nada más democrático que una lengua, pues esta se verifica y se realiza en la calle. Los galicismos son cosa de los cultos, que saben francés; un campesino nunca usa galicismos. Quizá use algún arcaísmo, pero sano y castizo. La buena salud de una lengua siempre está garantizada mientras sus hablantes la usen para comunicarse en la calle,  la casa,  el campo y la plaza. Yo estoy convencido de que todos hablamos bien, siempre y cuando hablemos espontáneamente. Es como caminar: la única forma de que a uno se le dañe el caminado es si se pone a pensar cómo camina. Eso es como ponerse una zancadilla a sí mismo. El que conscientemente intenta hablar bien se equivoca, porque se hipercorrige y empieza a decir tonterías como pedir «un vaso con agua» en vez de un vaso de agua.

¿Cómo prefiere llamar a su idioma: español o castellano? Como bien sabe, en España hay mucha susceptibilidad por estas denominaciones.
A mí me sale espontáneamente «español» y ya dije que estoy a favor de una lengua espontánea. No me gusta hablar con sentimientos de culpa, con dudas ideológicas o con remordimiento. Hablo mal si me pregunto cómo estoy hablando.

¿Cómo se hizo escritor? ¿Qué elementos influyeron para que su vida tomara ese camino? 
Creo que empecé a leer con las orejas, cuando me leían cuentos y me contaban historias en la casa. Y después me volví escritor porque mis hermanas, cinco, hablaban mucho mejor que yo, más rápido y con más gracia, por lo que la única forma que me quedó para poderme comunicar fue empezar a escribir. Primero cartas, coplas, rimas, y después libros y cuentos.

¿Cuáles diría que fueron sus libros formativos como escritor?
Si le soy sincero, no me acuerdo. Yo siempre he leído como quien come, todos los días, y como un goloso omnívoro que traga de todo. Pero así como no recuerdo lo que comía a los siete años, tampoco recuerdo lo que leía. Me imagino que cuentos para niños y cómics. Pero todo lo que leí forma parte de mis neuronas, así como todo lo que comí debe estar todavía en las células de mis huesos. No importa que no sepa los nombres ni los autores ni las ediciones: todo eso está aquí, detrás de mi frente.

¿A quiénes incluiría en su olimpo particular de la literatura hispanoamericana?
A tantos. Como regla mnemotécnica, hagamos un recorrido de norte a sur, empezando por México: Sor Juana, Rulfo, Pacheco, Rubén Darío, Isaacs, Barba Jacob, García Márquez, César Vallejo, Vargas Llosa, Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño, Cortázar, Borges…

En su oficio de escritor, ¿cómo es su relación con el idioma? Al narrar, ¿en qué punto se encuentra usted entre el muy exigente esteticismo de Flaubert o García Márquez y la escritura torrencial de Dostoievsky?
Yo diría que escribo a mano torrencialmente, sin corregir ni detenerme. Y que luego paso en limpio más despacio, en el teclado, corrigiendo mucho. Si se me va la mano en este segundo momento, en lugar de corregir, lo que hago es dañar lo poco bueno que había en lo espontáneo. Encontrar el momento en que hay que dejar de corregir: creo que ahí está la clave.

Un desafío elemental del escritor es encontrar la palabra precisa. ¿Recuerda usted alguna batalla en particular que haya librado en sus obras por encontrar una palabra o la forma adecuada de expresar una idea?
En la buena poesía —que es el alcaloide de la literatura, su forma más pura— las palabras, el orden de las palabras, el número de las sílabas y el sonido de cada vocal y consonante, todo es inseparable del sentido. Por eso se dice que la poesía es intraducible. La prosa carece de esa intensidad y por lo mismo se pueden traducir relativamente bien las novelas, aunque no las mejores frases o páginas de una novela, porque en esos momentos cumbres la novela se acerca a la poesía. En todo caso, a veces no existe una palabra precisa para traducir a nuestra lengua materna un pensamiento. Todas las lenguas naturales tienen riquezas y carencias: hay conceptos que se pueden decir con una palabra en español y no en alemán (carecen del verbo «estrenar», por ejemplo); en inglés, y no en francés. En alemán, pongamos, hay un sinónimo incluso etimológico de la palabra «nostalgia»: heimweh, que es dolor del «nostos», del hogar. Pero en alemán hay una palabra que expresa algo que en español tenemos que decir con varias palabras: fernweh, que es una especie de nostalgia invertida, el deseo de visitar y conocer países o lugares lejanos y desconocidos; como unas irreprimibles ganas de irse. A los grandes escritores les corresponde encontrar la forma de
decir algunas cosas que parecían inefables. A veces, la solución está en la calle, en los labios de una verdulera, por eso hay que vivir con las orejas abiertas.

En una de sus columnas, decía: «Lo que más quisiera, antes de morirme, es escribir todavía un libro cristalino y claro» y que «no hay nada más dulce que la escritura corriente». Pareciera que, al final, todo conduce a la búsqueda de la «dificilísima sencillez» de la que hablaba Azorín y que sintetizaba en un precepto: «Poned una cosa después de la otra, nada más, eso es todo».
Lástima que a mí Azorín nunca me pareció tan sencillo como en la frase que citas. Su prosa me suena más bien como algo higiénico, aséptico, casi inhóspita de tanto querer ser hospitalaria, típica de esas personas que todo el tiempo planchan la ropa y se lavan las manos. En este sentido me gusta más el consejo que da Machado al principio de Juan de Mairena, cuando le pide a uno de sus alumnos que ponga en lenguaje corriente la siguiente frase, que podría ser de Azorín: «Los sucesos consuetudinarios que acontecen en la rúa». Mairena celebra a su pupilo cuando contesta: «Lo que pasa en la calle».

Uno de los más brillantes ejercicios de crítica literaria lo hizo Cervantes bajo la forma de una purga de la biblioteca de don Quijote que hicieron el barbero y el cura. ¿Hace falta hoy aquella agudeza y  causticidad en la crítica literaria?
Cuando se lanzan a la hoguera libros por la ventana, todos somos injustos, hasta el buen Cervantes. Don Miguel era él mismo en todo su esplendor y en toda su bonhomía cuando dijo esto otro, que es muy distinto a la condena a la hoguera de las obras: «No hay libro tan malo que no tenga algo bueno». Después del nazismo ya no nos está permitido quemar libros, ni siquiera Mein Kampf.

Afirmaba Ernest Renan que el idioma alemán tenía la estructura apropiada para desarrollar el pensamiento y que el hebreo, por su severidad, era inigualable para imponer leyes al pueblo. A riesgo de caer en estereotipos, ¿cuál cree usted que es la singularidad del idioma español?, ¿tiene una estructura especial para algo en concreto?
Más que ciertos temas, creo que hay cierto ritmo que le resulta natural al español: los octosílabos, los heptasílabos y los endecasílabos. Nuestra lengua no tiene ese duende del inglés para expresarse en palabras monosílabas; hace poco sudé sangre tratando de escribir un poema en puros monosílabos. Tampoco se nos dan muy bien las palabras compuestas del alemán. Me van a tildar de loco si en un libro usara el sustantivo zapatosparacubrirloscascosdeloscaballos. En alemán esos monstruos se ven como rostros de facciones normales. El muy políglota emperador Carlos I de España decía que hablaba en latín con Dios, en italiano con los músicos, en español con su amada, en alemán con sus lacayos y en inglés con sus caballos. Me parece bien: durante mucho tiempo la Iglesia Católica pensaba que la santísima virgen y los tantísimos santos solo atenderían nuestras plegarias si se las decíamos en latín. Ora pro nobis.

Uno de los grandes debates actuales en torno al lenguaje es el referido a la corrección política. En Estados Unidos ya hay, en ciertas editoriales, equipos multidisciplinares que se encargan de revisar los textos antes de su publicación, para eliminarle expresiones que puedan ofender a determinados colectivos.  ¿Cómo ve usted este fenómeno?
Vuelvo a lo que dije arriba. La lengua viva me parece que es la lengua espontánea. El problema con usar una lengua llena de cautelas y eufemismos es que, al cabo de poco tiempo, los eufemismos se vuelven también insultos. En el Siglo de Oro, en un acto de corrección y amabilidad con la minoría homosexual, a los bujarrones se los empezó a llamar cariñosamente «maricas»; hoy un corrector gringo se vería obligado a poner la palabra «gay» cada vez que salga en un texto «marica»; eso no garantiza que dentro de medio siglo estén obligados a sacar todos los «gay», que se habrá vuelto denigratorio, y lo estén cambiando por algún otro eufemismo del futuro. Las palabras, en sí mismas, no son insultantes, lo insultante es la cultura. Antes ninguna mujer se sentía excluida cuando sabía perfectamente que estaba incluida en un plural de género masculino: los correctores ultrasusceptibles les han inoculado la duda y algunas ahora piensan que en el plural masculino ya no existen. No sé qué va a pasar: no es uno el que escoge, ni su propio gusto. La lengua escogerá. Por mí estaría bien que todos los plurales fueran de género femenino e incluyeran en él a todos los de sexo masculino, como en «las jirafas», que no excluyen a las jirafas dotadas de testículos. En mi casa siempre decían: «¡Niñas, a comer!», porque éramos cinco hermanas y yo, y nunca dejé de comer ni me sentí excluido. Lo que no me parece bien es tener que duplicar cada palabra. En mi casa nunca a nadie se le ocurrió gritar: «¡Niñas y niño, a comer!». La economía de una lengua es una cosa estética y lógica, no ideológica.

¿Qué efecto están teniendo las nuevas tecnologías de la comunicación en la literatura? ¿Y en la calidad del lenguaje?
Considero que el efecto más nocivo no es tanto en el lenguaje como en la convivencia. Si nos pasamos la vida conectados, empezamos a perder el contacto verdaderamente humano, que no es on line, para decirlo en roman paladino, sino off line: en vivo y en directo. Decía San Juan: «mira que la dolencia de amor / que no se cura, / sino con la presencia y la figura». Mirarse a los ojos, conversar mientras comemos juntos, un beso, una caricia de carne y hueso, palabras susurradas al oído. Es eso lo que extraño cuando me paso el día chateando o averiguando el número de likes en alguna red social. Lo que me molesta es el tiempo que he perdido en el mundo virtual, en lugar de conversar con mi mujer y con mis hijos o de pasear y tomar vino con un amigo. Las lenguas no se crean ni se destruyen, como la materia, sino que se transforman, y allá ellas. Lo que me molesta es cómo se están transformando y degradando las relaciones humanas. Si hoy me llevan al hospital porque me dio un infarto, quiero que alguien me coja la mano, no que me mande mil caritas felices al teléfono.

La literatura denominada mágico-real, que encontró su manifestación más notable en García Márquez, se convirtió en una pesada losa para muchos escritores suramericanos y, sobre todo, colombianos. Durante años parecía no haber otra manera de contar historias. Y el mundo editorial esperaba de los latinoamericanos que escribieran bajo esos supuestos narrativos. Muchos escritores —unos mejores que otros— quedaron eclipsados por la poderosa sombra de Gabo. ¿Cómo recuerda usted esa situación? ¿Qué lección habría que extraer de aquella experiencia?
Tuve la suerte de nacer veinte años después que él y de haber sido amamantado en muy distintas circunstancias. Yo leí a García Márquez como se lee a Homero, lleno de gozo y admiración, pero sin pensar nunca que debía imitarlo. El realismo mágico, cuando empecé a escribir novelas, era una vaca ordeñada que no daba ni una gota más de leche auténtica. Los que imitan esa fórmula están comiéndose o sirviendo una sopa recalentada, rancia. Y si eso es lo que espera el mundo europeo de las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos (de las que ya yo no formo parte tampoco), mejor que esperen sentados. Las bellas de nuestros libros ya no levitan.

La literatura hispanoamericana también vivió una época complicada en los años 60 y 70, cuando era prácticamente imposible publicar algo que no tuviera una clara intención política, preferiblemente desde la perspectiva de izquierdas. Se había impuesto el dogma de que la literatura debía ser socialmente y políticamente «comprometida». Le pido una reflexión sobre aquella etapa y sobre el vigente debate de si es exigible un compromiso al escritor.
El problema de toda literatura que parte de una premisa ideológica es que se convierte en una especie de hagiografía contemporánea. Cuando dominaba la ideología católica, en el Medioevo, la literatura más socorrida eran las vidas de los santos, los santorales. Tienen su gracia, con todos esos mártires mutilados, cercenados, devorados por los leones o decapitados a sangre fría. Pero no hay ni un bendito santo que sea malo, todos son buenos, y eso no se lo cree nadie ya. Así mismo pasaba con la literatura militante de izquierda: todos los buenos eran solo pobres y comunistas. Todos los ricos, más malos que Caín. La literatura unilateral es muy pobre y muy sosa. La lección de Cervantes fue la pluralidad de la mirada: lo que veo yo no es lo mismo que lo que ves tú. Creo que ese es nuestro compromiso: intentar ver el mundo con muchas
perspectivas y muchos ojos, dejando de lado todo maniqueísmo. Al menos la novela que a mí me gusta es multifacética y pluralista. Dudosa, escéptica, ideológicamente indecisa y perpleja, muy poco convencida.

Pese a que la comunidad hispanoparlante es muy extensa, y nos enorgullecemos de ello, la literatura sigue en gran medida encerrada en las fronteras nacionales. Usted es un caso excepcional en este sentido. ¿Cuál es el problema? ¿Las políticas de las casas editoriales? ¿Los temas que se tratan en las obras? ¿Los usos particulares del lenguaje?
Sí, es muy difícil salir del propio pueblo, pero qué importa, y además no podemos hacer nada. La sed de llegar más allá de nuestras fronteras es una aspiración contemporánea, del mundo globalizado. Sócrates nunca soñó con llevar sus enseñanzas a Asia, a África o a España. A Platón no lo leyeron los árabes en vida. Les bastaba el Ática. Si tengo curiosidad, podría hoy mismo descargar en la red la última novela paraguaya: si no lo hago es culpa mía y no de ninguna escritora paraguaya ni de la editorial que la edita. Nunca habíamos viajado, ni traducido, ni nos habíamos comunicado tanto como ahora. Estamos sepultados por un cúmulo de ofertas; nadie es capaz de leer todo lo que se publica. El que tenga un lector, que lo cuide, que lo cuide. Yo vivo infinitamente agradecido, y hasta avergonzado, con cada lector que me lee, en Colombia, en España o en Dinamarca, habiendo tantos, pero tantos y tantos libros buenos y sin duda muchísimo mejores que los míos.

El olvido que seremos es, sin duda, la obra que le ha dado mayor proyección mundial. Es un lúcido homenaje a su padre, infatigable luchador por los Derechos Humanos asesinado en Colombia. Y es, al mismo tiempo, un desgarrador testimonio sobre una época de violencia en su país. ¿Cómo fue el proceso de escribir sobre un tema tan doloroso que lo tocaba de manera tan directa?
Las personas que sufrimos la tragedia de una muerte violenta en la familia, del asesinato de una persona muy querida, tenemos dos impulsos, ambos legítimos: uno nos dice que debemos olvidar, para poder seguir viviendo, para no amargarnos y tratar de recomponer en algo la alegría, para no levantar hijos adoloridos, tristes y resentidos. Yo viví casi 20 años tratando de olvidar. Me fui de Colombia, odié Colombia, quise volverme italiano sin conseguirlo. Cuando pasó todo ese tiempo, me di cuenta de que también necesitaba recordar, y de que tenía la responsabilidad, como escritor, de contar lo que había pasado. Entonces lo hice, siguiendo la lección de Primo Levi, que escribió una novela sin ficción a partir de su experiencia más terrible e inimaginable. Y otra lección de Natalia Ginzburg: debía hacerlo de una manera sencilla, con el léxico familiar de mi propia casa, regresando casi a un grado cero de la literatura. Eso me tranquilizó y me permitió también dejar de pensar en que tenía que olvidar y en que tenía que recordar. Ahora no entiendo el olvido ni el recuerdo como un imperativo. Dejo que mi memoria recuerde y olvide lo que quiera, sin darme órdenes a mí mismo. Lo que tenía que decir al respecto, ya lo dije en ese libro.

¿Qué ha cambiado en su país desde entonces?
A mi padre lo matan cuando fracasa el proceso de paz del presidente Betancur, a mediados de los años ochenta. Ahora estamos después de un proceso de paz que no fracasó completamente, pero que no sabemos si se va a consolidar o no. Los índices de violencia (homicidios por cada cien mil habitantes) son mucho mejores hoy que en los años 80 y 90 del siglo pasado. Hay menos secuestros, menos masacres, menos atentados terroristas. Tenemos el deber de seguir disminuyendo esa violencia. Es un deber del Gobierno y de todos. Últimamente están volviendo a matar líderes sociales. El pasado podría regresar: no podemos permitirlo.

El título de la obra hace referencia al verso de un poema de Borges, «ya somos el olvido que seremos», que usted encontró en el bolsillo del pantalón que llevaba su padre el día en que lo mataron. ¿Qué significó para usted este hallazgo?
Fue como oír hablar a un muerto: el cuerpo de mi padre nos dejaba, en un bolsillo, el mensaje de cómo había encarado su probable muerte violenta: sin esperanza y sin rencor, serenamente. Pero para decir todo lo que ese soneto ha significado para mí tuve que escribir un largo relato que es también un ensayo. Está en mi libro Traiciones de la memoria, y es la primera mitad de ese libro. El texto se llama «Un poema en el bolsillo». Es como un relato policial que intenta descubrir no quién es el asesino, como en la novela negra tradicional, sino quién es el autor de un poema.

Hablando de poesía, el filósofo Theodor Adorno dijo que, después de Auschwitz, escribir poesía era un acto de barbarie. ¿Cree que existen acontecimientos extremos ante los cuales la expresión poética pueda resultar bárbara o superflua?
Creo que Adorno se adornaba mucho. Antes mencioné a Primo Levi: este gran escritor italiano escribió dos libros después de su experiencia del campo de concentración, y varios poemas al respecto. Esa es la respuesta más cabal que se le pudo dar a Adorno: sí, se puede y se debe escribir después de Auschwitz. Y lo hicieron también, magistralmente, Jean Améry, Imre Kertész, Paul Celan… Un poema de este último, «Negra leche del alba», basta para darse cuenta de cuán equivocado estaba Adorno.

En La lengua del Tercer Reich, el filólogo Victor Klemperer hizo, durante la era del nazismo, un magistral ejercicio de detección de las palabras y expresiones que el aparato de propaganda de Hitler iba introduciendo en el habla cotidiana para expandir su poder sobre la sociedad. Sin intención de establecer paralelismos, ¿en la época más violenta de Colombia, con el ascenso del paramilitarismo y la nueva doctrina de seguridad nacional, se produjo también un proceso de imposición de un lenguaje determinado a la sociedad? ¿En qué sentido?
Hoy sabemos, por experimentos psicológicos que se han hecho, muy interesantes, que es posible, si se hace determinado tipo de pregunta o si se
sugieren ciertos tipos de respuestas, que se pueden implantar falsos recuerdos en las personas. Hay maneras de deformar la realidad, hasta convertirla en mentira. Carlos Castaño, el líder paramilitar colombiano, publicó al final de su vida un libro en el que «confesaba» haber «anulado el cerebro» a los facinerosos y secuestradores que trabajaban en Derechos Humanos. Ahí trata de inocular un falso recuerdo, una falsa memoria, diciendo que los luchadores por los Derechos Humanos eran secuestradores aliados de la guerrilla. Esas patrañas deben ser combatidas con la verdad, con un relato convincente y detallado de lo que pasó efectivamente. Es increíble lo susceptibles que somos todos al relato de los hechos. A la mitad de los testigos de un mismo accidente automovilístico se les pregunta, en un experimento, «si vieron la ventanilla rota»; y a la otra mitad, «si vieron una ventanilla rota». En el accidente ninguna ventanilla se rompe, pero a quienes les preguntan por «la» ventanilla rota, varios de ellos, dicen recordarla, y en cambio no la recuerdan a quienes les preguntan por «una» ventanilla rota. La primera pregunta da por supuesto que hay una ventanilla rota y eso influye en la respuesta, crea un recuerdo ficticio. No hay mejor demostración de que las palabras son muy importantes. Las palabras también crean el mundo, crean recuerdos.

Sigamos con otro eminente lingüista, George Lakoff, que, en su libro No pienses en un elefante analiza cómo la ideología neoconservadora impuso su dominio político a finales del siglo XX y comienzos del XXI mediante una instrumentalización de la lengua. Citaba el caso, por ejemplo, de la utilización del término «alivio fiscal» para que los ciudadanos percibieran los impuestos como una carga y aceptaran con menos resistencias que estos bajaran. A su juicio, si el progresismo quiere retomar protagonismo político, debe aprender de la derecha a construir mensajes contundentes, sin matices, y entrar de lleno en la batalla del lenguaje. ¿Cree que al progresismo le ha hecho falta, en efecto, una mayor comprensión del valor instrumental del lenguaje para fines políticos?
Ya estoy cansado de pensar… Marco, dejemos esta pregunta para otra ocasión.

 

Esta entrevista a Héctor Abad Faciolince es uno de los contenidos del número 1 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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