PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

Archiletras es posible gracias al apoyo de las siguientes empresas e instituciones

Junta castilla jcm
17 Mar 2023
Compartir
Topónimos

Flora, fauna, comida y guasa

Alfonso C. Cobo Espejo

Los nombres artísticos flamencos son una fuente inagotable de creatividad, más allá de lo que supone el flamenco musicalmente. Llama la atención el arte y la gracia con que han sido ‘bautizados’ muchos de sus artistas

La mayoría de artistas flamencos tienen un sobrenombre o apodo que les define sobre el escenario e incluso una vez que se bajan del tablao. No sabemos si sufren la inmensa pena del extravío de su nombre de pila, pero la realidad es que hay una pila de nombres que no encontraríamos en sus partidas de nacimiento. De hecho, Juan Belloso Garrido, en su libro En torno a los orígenes del cante flamenco (Editorial Ecobook), señalaba que «casi el 60 % de ellos son conocidos artísticamente por su mote».

En muchas ocasiones, resulta complicado hallar su origen. Tal vez el uso de los topónimos o de los nombres de las madres de los artistas sean los menos difíciles de descifrar. Otras veces, sin embargo, hay que indagar en historias o tradiciones familiares. Antonio Alcántara, periodista y doctorado en flamenco por la Universidad de Sevilla, señala «que suelen pasar de generación en generación, aunque la tendencia actual de los artistas es llevar el nombre que aparece en su dni, como ocurre, por ejemplo, con Rocío Márquez o David Palomar».

«Abordarlos todos y saber de dónde viene cada uno de ellos daría para una tesis doctoral», asegura Alcántara. Así que volando voy a iniciar un camino por el que me entretengo para recordar o descubrir algunos de los alias o pseudónimos más curiosos del mundo del flamenco.

Empezamos por la fauna, porque detrás de un animal pequeñito se esconde el que, para buena parte de la crítica, es el más grande: Camarón de la Isla. Tal y como cuenta Irene Mala en su libro Camarón. La alegría y la pena (Reservoir Books), a José Monje Cruz le puso su apodo su tío José, debido a que era delgadillo y rubio como un camarón. Y al encontrarse la ciudad de San Fernando en la isla de León, motivo por el cual se conoce a la localidad como «la isla», el propio Camarón decidió completar así su nombre artístico.

El Cigala.

Otro famoso crustáceo es Diego El Cigala. Los hermanos Losada, célebres guitarristas, fueron quienes le llamaron así porque de joven no paraba y decían que se movía más que este apreciado marisco. Su nombre de pila tampoco es Diego. Nació como Ramón Jiménez Salazar, pero, tras una disputa familiar en la misma pila bautismal entre su tío y su padre, se acabó imponiendo Diego, preferencia de su progenitor.

También relacionados con el mundo submarino, nos encontramos con El Pescaílla, sobrenombre del gitano catalán Antonio González, marido de Lola Flores. Este lo heredó de su padre y, aunque su origen es incierto, parece estar relacionado con la delgadez de este.

Asimismo, dos cantaores de la provincia de Cádiz, Francisco Torres y Joaquín Jiménez, contribuyen al idilio entre mar y flamenco, con sus respectivos Curro La Gamba y Salmonete.

De agua dulce, pero con un apetito voraz, es el percusionista Israel Suárez, más conocido por tal circunstancia como el Piraña.

Nos vamos del mar al campo para encontrarnos con Tío Borrico, el nombre artístico tras el que se escondía el cantaor jerezano Gregorio Manuel Fernández Vargas. Este apelativo surgió en una fiesta organizada por la familia Domecq, para la que trabajaba su padre. Según contaba Gregorio, al escuchar su cante, Alfonso Domecq exclamó: «¡Qué voz más bestia! ¡Qué barbaridad! ¡Qué voz más bruta y más borrica!». Su hija, también cantaora, conservó su apodo y es conocida como María la Burra.

De juerga se fraguó igualmente el apodo de Rafael Romero, El Gallina. Fue el Marqués de Portugalete, padrino de una hija del cantaor jiennense, el que le puso nombre de ave de corral, ya que al de Andújar le dio por cantar La gallina Papanata en ambientes desenfadados.

Seguimos con las aves y nos topamos con Antonio Pozo, El Mochuelo. Este cantaor payo sevillano fue apodado así por la broma de un aficionado que quiso contraponerlo a los varios cantaores que en su época se hacían llamar El Canario, según solía contar él mismo.

Animales de compañía también se iban por peteneras. Tal es el caso de Antonio Pérez, El Perro de Paterna, quien regentaba un bar, hoy hotel, que se sigue llamando así. Por estar tras esa barra y por ser de la localidad gaditana Paterna de la Rivera, ese mote se le quedó.

De la misma especie es el apelativo con que se conoce al cantaor pacense Francisco Escudero, El Perrete. El joven artista comparte la historia con Archiletras: «Mi apodo me lo pusieron mis amigos, por mi forma de sentarme en los ensayos y en los camerinos antes de cantar. Los nervios se reflejan en muchos puntos. Yo siento que se me baja la tensión y me da —aunque cada vez menos— un pelín de sueño. De ahí que me recostara y me llamaran así, Perrete».

A la familia de los cánidos sumamos al sevillano José Bernardo Álvarez, alias Bernardo el de Los Lobitos. No es que el bueno de Bernardo se pusiera a aullar sobre el tablao, sino que empezó a hacerse conocido en Madrid por cantar una bulería que decía: «Anoche soñaba yo / que los lobitos me comían / y eran tus ojitos negros / que me miraban y me decían / por dios no me desampares /que yo he perdido el calor / de mi pare y de mi mare».

El escenario también tiene sitio para las roedoras y a la cantaora cacereña Pilar Villarejo se la conoce como La Ratita. Se le ocurrió al que ahora es su marido por lo bajita que era y por su voz chillona.

El Capullo de Jerez.

Cerramos el mundo animal con Miguel Flores. El Capullo de Jerez era tan pequeño al nacer que su madre dijo que parecía un capullito de seda. Los que estaban allí lo fueron repitiendo y él terminó adoptándolo como nombre artístico.

No solo de fauna viven los apelativos flamencos. La flora también tiene su hueco. A Diego Andrade se le conoce como Diego Clavel por su abuelo materno. Dicen que al nacer este, una vecina del pueblo celebró los colores vivos de su rostro, llamándole «clavel», y ese apodo se lo quedó ya toda la familia.

Sobrenombres muy sabrosos

El flamenco se nutre asimismo de buenos alimentos para dar nombre a sus artistas. De hecho, con alguno de los animales anteriores ya podríamos haber hecho una buena mariscada o una suculenta fritura. De momento, nos vamos a quedar con un menú hecho a base de verduras, legumbres y hortalizas.

Tomatito.

No puede haber mejor entrante que un Tomatito. El guitarrista José Fernández Torres viene de una estirpe que daría para hacer un buen gazpacho. Ya su abuelo era conocido como Miguel Tomate. No obstante, no se sabe a ciencia cierta el origen del sobrenombre familiar.

Siguiendo con las hortalizas, nos encontramos con otra saga, la de los Carpio. El joven cantaor José Montoya Carpio es El Berenjeno en honor a su abuelo. Aunque José confiesa que el mote no viene de la berenjena, sino de que a un hermano de su abuelo le llamaban así por su tez morena. Así se fue extendiendo al resto de la familia, que también tenía la piel oscura.

Dentro de esta misma saga, alguno se saltó el patrón y se transformó en El Garbanzo. Es el caso de Manuel Carpio. Lo bautizó así su tío al verle quitar los pellejos a los garbanzos del puchero.

También muy apropiada para un guiso es la dinastía de Los Habichuela. El granadino José Antonio Carmona, conocido como Pepe Habichuela, comentaba en una entrevista que son varias las versiones que giran alrededor de su apodo. Una de ellas encuentra su origen en un guitarrista del siglo xix que se llamaba Juan Gandulla Habichuela y que le gustaba mucho a su padre, según le contaron unos amigos de Granada. Sin embargo, él confía más en la versión de su madre. Según esta, su padre solía pedirle a menudo que le preparase un potaje de habichuelas y de ahí vendría.

Juan Habichuela.

No abandonamos las leguminosas para recordar a El Chícharo de Triana, un cantaor trianero fallecido en los años ochenta del siglo pasado, cuyo apodo había heredado de su padre, por ser de baja estatura y de rolliza complexión, similar a la de un chícharo, una especie de guisante. Por su parte, al guitarrista Agustín Castellón se le conoció como Sabicas, dada la afición que de niño tenía por comer habas a todas horas. El diminutivo habicas terminó derivando en sabicas.

A la jerezana Ana María Blanco Soto su padre le legó un apodo muy apropiado para un primer plato o como guarnición, pues se la conoció como la Tía Anica la Piriñaca. La piriñaca es una ensalada que en Cádiz suele acompañar al pescado azul o a las huevas de merluza.

Nos salimos de la dieta vegetariana con Juanito Mojama, apodo con el que el guitarrista Miguel Borrull bautizó a Juan Valencia Carpio. Las razones: su extrema delgadez y su piel oscura.

Entre dos aguas, la fauna y la gastronomía, se movía Manolo Caracol. El famoso artista heredó el nombre de molusco de su padre. La madre de su primo hermano, Joselito el Gallo, se lo puso porque tiró al suelo una olla de caracoles y le gritó: «¡Estate quieto, caracol!».
Este arte universal ofrece una alternativa para los más pequeños o para los desdentados: El Potito, pseudónimo tras el que se esconde el sevillano Antonio Vargas.

Es hora de pasar a los postres. Un buen menú siempre dará la opción de fruta o dulce. Así que empecemos por lo más sano: una Manzanita. Así era conocido popularmente José Ortega Heredia. Su sobrenombre viene de su timidez juvenil. Cuando empezaba a cantar en público, al sentirse observado, afloraban en sus mejillas unos rubores rojos similares al de la fruta del paraíso.

A las personas más golosas les gusta poner a la manzana un toque de Canelita. Curiosamente, así apodó Ortega Heredia al cantaor algecireño Jonatan Vera cuando lo escuchó cantar. Se quedó prendado de su voz y le dijo: «Tú eres canela fina cantando, tú te vas a llamar Canelita».

Inspiración para García Lorca

Apodo frutícola recibió también Antonio Ortega. Este cantaor, nacido en el siglo xix y considerado uno de los más grandes, era Juan Breva sobre el tablao porque, de joven, vendía brevas con sus pregones. Con su cante, encandiló hasta a García Lorca, que le escribió un poema: «Juan Breva tenía /cuerpo de gigante / y voz de niña. / Nada como su trino. / Era la misma pena cantando / detrás de una sonrisa. / Evoca los limonares / de Málaga la dormida, / y hay en su llanto dejos / de sal marina. / Como Homero cantó / ciego. Su voz tenía, / algo de mar sin luz / y naranja exprimida».

Aprovechamos el último verso lorquiano para presentar a José Sánchez Bernal, Naranjito de Triana. Este afrutado mote es regalo de su padre, al que llamaban Naranjito el Municipal, pues compatibilizaba su profesión de guardia municipal con la recogida de naranjas.

Pedid cita con el dentista porque llegan un conjunto de artistas que pueden poner a prueba vuestras caries. Postre del menú, merienda o incluso desayuno son los cantaores Antonio Núñez y José Carmona, conocidos en su tierra, Jerez y Granada respectivamente, como El Chocolate. Su piel morena, y no el cacao, es la razón de su sobrenombre.

Cuatro clásicos de cualquier cafetería por la mañana vienen a continuación. A Domingo Rodríguez le pusieron El Madalena en su discográfica para hacer su nombre más atractivo. No fue una iluminación de la compañía, sino que recurrieron a uno de los muchos productos que se vendían en su negocio familiar: las magdalenas.

Juan Moneo fue El Torta desde bien pequeño. Decía él mismo en un programa de televisión: «Cuando era chico, iba un carrito vendiendo tortas y yo me colaba y se las quitaba. Y uno que me vio, me puso “el Torta”».

A Miguel Fernández se le conoce como El Galleta de Málaga, no por ser un cantaor muy dulce, sino por una boina plana que solía llevar. Un día, estando en una taberna, un gitano le dijo: «Anda y quítate la tapaera de la olla que parece una galleta». Y así se quedó.

El apelativo artístico del cantaor José Salazar Molina, Porrina de Badajoz, viene del apellido de su protector en sus inicios artísticos, cuando de niño cantaba por los bares de su ciudad natal.

Y el subidón total de azúcar lo trae Juan Díaz, El Golosina. Amigo de la familia Flores, su apodo nace de una canción que le dedicó el hijo de Lola, Antonio.

Para no causar ninguna indigestión, cerramos la parte gastronómica con la infusión que nos trae Manzanilla. Manuel Terrón llevaba ese alias, no por la bebida, sino por haber nacido en un pueblo onubense llamado así.

El Cabrero.

En lo referente a las profesiones, también existe una buena colección de nombres artísticos. Aquí la explicación suele ser sencilla, ya que el apodo viene dado por la profesión que desempeñaban, más allá de dedicarse al flamenco. El Cabrero quizás sea actualmente el más conocido. A José Domínguez le apodaron así porque fue pastor de un rebaño de cabras. Por Rojo El Alpargatero respondía Antonio Grau, el primer cantaor flamenco que actuó en Norteamérica. Rojo, por el color de su pelo; y alpargatero, por el negocio familiar: la fabricación de alpargatas. Por su parte, Manuel Soto siempre fue conocido en su Málaga natal como Manolillo El Herraor por su oficio de herrero.

Madre no hay más que una

El vínculo maternal también es un clásico a la hora de determinar el nombre de muchos artistas flamencos. Sin duda, es archiconocido el de Francisco Sánchez Gómez: Paco de Lucía. Pero la lista, más allá del genio algecireño de la guitarra, es inabarcable: Manolito de María, Niño de Pura, Perico de la Paula, Niño Gloria, Rafael de Carmen, Fernando de la Morena, etc.

Paco de Lucia.

Repasando la lista de apodos curiosos, podemos hacernos hasta un traje y eso que en el flamenco se lleva más aquello de partirse la camisa. Existe una saga flamenca de lo más textil. Fue la compuesta por Antonio El Chaqueta, que tuvo a su vez dos hijos artistas: Salvador El Pantalón y José El Chaleco.

Políticamente incorrectos

Aunque están en desuso porque lo políticamente correcto los ha ido dejando atrás, hasta bien entrado el siglo xx eran habituales los apodos que destacaban algún rasgo físico, normalmente algún tipo de discapacidad.

El bailaor cacereño Enrique Jiménez, que padecía una cojera desde su infancia a raíz de un tumor en su pierna izquierda, fue siempre El Cojo en Sevilla, su ciudad adoptiva. Lo mismo le ocurrió al cantaor Joaquín José Vargas, El Cojo de Málaga. En su caso, recibió su pseudónimo debido a la cojera que tenía en su pierna derecha como consecuencia de la poliomielitis que padeció de niño. También fue conocido como Cojo de las Marianas, por ser de los primeros que divulgó este género. Manuel González Lora también recibió este sobrenombre, pero con otra localidad andaluza de apellido: Cojo de Huelva. Sin embargo, en su caso ni era cojo ni onubense, sino de Triana. El porqué de su nombre lo encontramos en un baile muy característico que solía hacer en el que el desequilibrio se le acentuaba.

De las piernas saltamos a la cara y nos centramos en los ojos. Con la visión hay una querencia especial en el mundo del flamenco. Al cantaor y tocaor Francisco Giménez Belmonte le llamaron El Ciego de la Playa por la ceguera que sufrió desde joven. El origen marinero de su apellido artístico viene porque pasó su infancia y juventud en la calle de Pescadores, en el barrio almeriense de las Almadrabillas, cercano al muelle y a la costa.

También una discapacidad visual bautizó artísticamente al cantaor Enrique Guillén, conocido popularmente como El Bizco Amate. Lo de Amate es porque así se llama el barrio sevillano donde nació.

Sendos accidentes provocaron que tanto el sevillano Rafael de la Rosa como el granadino Nicolás Martínez García fueran conocidos en el mundo del cante como Rafael El Tuerto y El Tuerto de Graná, respectivamente.

No abandonamos el rostro para recordar al cantaor Manuel Soto Monge, cuyo apelativo fue Sordera de Jerez por un problema auditivo de su abuelo.

La complexión física también ha servido para apodar. A Diego del Ojo, vocalista de Los Delinqüentes, su compadre Miguel Benítez siempre le decía: «Quillo, ¡qué canijo estás!», por lo flaco que estaba, y El Canijo de Jerez es ya su nombre habitual. Otras veces se jugaba con la guasa y con la ironía popular. La extrema delgadez hizo que llamaran Gordito de Triana a Manuel Mas Pacheco. La misma razón, pero sin ironía alguna, propició que se conociera a Francisco Lema como Fosforito, igual de fino que una cerilla.

Con el síndrome de Peter Pan

Otra característica de los flamencos es padecer el síndrome de Peter Pan, es decir, seguir siendo niños o niñas toda la vida. Pastora Pavón es un claro ejemplo. La Niña de los Peines falleció a los 79 años, sin dejar de ser una infanta. Su apodo nació en el café madrileño El Brillante. A los once años, cantaba allí con frecuencia unos tangos, que le acabaron dando su nombre artístico: «Péinate tú con mis peines, / que mis peines son de azúcar, / quien con mis peines se peina, / hasta los dedos se chupa».

Nina Pastori.

Más reciente es el caso de María Rosa García, Niña Pastori. El sobrenombre de la intérprete gaditana surge por ser la única descendencia femenina de Pastora, su madre. Cuando salía al escenario, la gente decía «va a cantar la niña de la Pastori», que era la manera en que llamaban cariñosamente a su progenitora.

Los ejemplos son tantos que podríamos abrir una escuela infantil: Niño de Elche, Niño de la Ribera, Niño Josele, Niño de la Huerta, Niña de la Puebla, Niño Ricardo, Niño Miguel, etc. De entre todos ellos, cabe destacar dos excepciones: la de Bernardo el de Los Lobitos, que dejó de llamarse Niño de Alcalá; y la Niña Salinas, quien, con el paso del tiempo, pasó a ser Doña Carmen Salinas.

El uso de topónimos es otro clásico. Bajo la fórmula «nombre del cantaor/a + lugar de procedencia», hay muchísimos artistas. Citaremos solo algunos de los más emblemáticos: Juan Peña, El Lebrijano; Carmen Linares; Antonio Mairena; Manolo Sánlucar, o Antonia Gilabert, La Perla de Cádiz.

Manolo Sanlucar.
Jose Merce.

Otros nombres curiosos, pero difíciles de agrupar en una categoría son casos como el de José Mercé, para quien su etapa como monaguillo en la iglesia de la Mercé de Jerez fue clave para adoptar su nombre en el mundo de la música, dejando su apellido Soto abandonado en capilla. Se dan también fenómenos naturales como el Terremoto de Jerez, tras el que encontramos al cantaor Fernando Fernández Monje; o nombres de ríos, como Guadiana, sobrenombre del extremeño Antonio Suárez Salazar. Otros, como Antonio Manuel Álvarez, usan términos del calé. En su caso, Pitingo, que significa presumido. A Miguel Vargas Jiménez le viene por una canción. Su versión flamenca de «Bambino piccolino», del italiano Renato Carosone, le convirtió en Bambino encima de un escenario.

Llegados a este punto, y tal y como dice uno de los éxitos de Mercé, es bueno abrir la ventana y tomar algo de aire. Así que, como decía Lola Flores, que fue nada más y nada menos que La Faraona, «si me queréis, irse».

La artista cuyo apodo se convirtió en expresión popular

Rita

Existe un curioso caso en que el apodo de una cantaora flamenca fue más allá del mero nombre artístico: se convirtió en una expresión popular que ha llegado con buena salud hasta nuestros días.

Hablamos de la jerezana Rita Giménez García, quien se hizo famosa como Rita la Cantaora en los cafés cantantes de su época, a principios del siglo xx. Según la biografía de María Luisa Rovira y Jiménez de la Serna, su pasión por el trabajo era tal que estaba dispuesta a cantar en cualquier sitio, sin importar el dinero que ganara por la actuación. Se mostraba solícita a la hora de hacer funciones dobles, con independencia de que se lo pidiera el dueño de un tablao o el organizador de alguna fiesta privada. Hasta sus propios compañeros la recomendaban cuando a ellos no les cuadraba la propuesta económica que les hacían para actuar. Fue así como empezó a decirse aquello de «que lo haga Rita la Cantaora» en referencia a todas esas ocasiones en las que una persona no está dispuesta a realizar una acción. Hay otra versión menos amable que sostiene que la frase surgió a modo de insulto en su Jerez natal, pues se dice que Rita no era profeta en su tierra y no era muy querida.

De cualquier manera, esta expresión es ya patrimonio de nuestra cultura popular. Tanto es así, que hemos ido jugando con ella y ha ido evolucionando a lo largo del tiempo. A día de hoy, es habitual escuchar variaciones como «va a ir Rita la Cantaora», «te lo va a pagar Rita la Cantaora», o «que trabaje Rita la Cantaora», para expresar que no se quiere ir a un lugar, que no existe la intención de pagar o que no se quiere currar, respectivamente.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 17 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
Si desea suscribirse o adquirir números sueltos de la revista, puede hacerlo aquí https://suscripciones. archiletras.com/