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20 Jul 2022
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Lingüística

¡Están locos estos topónimos!

Javier Rada/Alfonso Cobo

La toponimia puede ser muy divertida. Hay una gran cantidad de lugares que por accidentes fonéticos y evolución lingüística parecen designar cualidades fuera de tono

La primera ley de los municipios con nombres curiosos, peculiares o extravagantes es esta: hayas nacido en Vagina (localidad rusa que produce esta confusión anatómica cuando se lee en castellano), o en La Pera (así se llama un divertido pueblo de Girona), o en Comerccacca (un lugar escatológico de Perú solo por atracción fonética entre la lengua indígena y el castellano)… siempre deberás tomártelo con buen humor.

La segunda ley es más delicada y va dirigida al turista. Si visitas estos pueblos, nunca robes el cartel del municipio u organices despedidas de soltero en él (como les ha ocurrido a los vecinos de Vilapene, en Lugo, o de Fucking, un pequeño municipio austriaco hoy llamado Fugging, precisamente por lo hartos que estaban de la «invasión de curiosos»). Si te haces un selfie en la señal de carretera, hazlo con disimulo…

Una vez avisado, sé bienvenido a este viaje. Escucha (pueblo de Teruel) y ponte en Orbita (está en Ávila). Tenemos un Plan (Huesca) digno de Villanueva del Trabuco (Málaga). De loquísimos nombres propios irá la Cosa (Teruel).

Juntos, lo imaginaremos como un road trip por aquellos topónimos que nos provoquen un verdadero Tembleque (Toledo), lugares en los que nadie nos de un Dólar por su nombre (así se llama una localidad del Lejano Oeste granadino, topónimo romano con influencia árabe que nada tiene que ver con la moneda de los Estados Unidos).

En el mundo hay topónimos bellos, como Alquezar o Samarcanda; títulos señoriales, como Talavera de la Reina (Toledo); apelativos sin efusividad, como Rueda (Valladolid); y lugares que osan llamarse Cenicero (La Rioja) o Putaendo (Chile).

Y todo por una homonimia, paronimia o polisemia traviesa. Una evolución fonética o morfológica. Un término reconvertido en chascarrillo, orgullo o vergüenza del Malvecino (este es un topónimo muy típico en el entorno hispánico).

Nos acompañarán en este viaje Jairo Javier García, autor del Atlas toponímico de España, riguroso académico que confiesa que a veces se hace autofotos en las puertas de estos municipios. Iremos junto a Emilio Nieto, autor del Breve diccionario de topónimos españoles, experto que delata la misma afición (la última foto se la hizo en Calamocos, municipio de León). Ambos están ahora inmerso en un vasto proyecto de toponimia general, el Toponomásticon Hispaniae, que aúna por primera vez equipos de toda España (la toponimia suele ser un espacio muy regional y especializado).

Ellos pondrán el sentido común en nuestra ruta, pues a este cronista, como les ocurre a los neófitos, le resulta difícil utilizar la razón. «Siempre se suele decir que los topónimos significan esto o lo otro, pero, en realidad, no significan, no tienen significado denotativo, lo que hacen es designar», advierte García. Además, «son millones los que tenemos, porque no solo hablamos de poblaciones o macrotopónimos, cualquier terreno, una finca, tiene el suyo y, siendo tantos, la evolución fonética ha hecho que haya esas homonimias junto a la etimología popular», aclara Nieto.

Tenemos la manía de mezclar las etimologías con las imaginaciones más variopintas. Si desconocemos una Cosa (Teruel), la llenamos de leyendas. Primer principio aprendido: casi nunca es lo que parece. Pero, señores lingüistas, ¡no me Jódar (Jaén)! Las imágenes se suceden en nuestro Cabezón de la Sal (Cantabria) cuando leemos, por ejemplo, que un municipio se llama Kagar en Alemania. Y peor se pone el asunto si vemos que dicho Kagar está solo a una hora de la pedanía de Repente, si comprobamos, estupefactos, que en la Vía Michelin aparece una ruta que se llama «De Repente a Kagar».

Necesitamos rigor y alguien que aplique «el principio de verosimilitud toponímica». Si el nombre suena demasiado raro o curioso, atenderemos primero a la fonética, luego a su morfología, y (solo) finalmente a la semántica. No suele funcionar al revés.

Este principio nos dice que no toda Cabra (Córdoba) tira al monte. Cabra procede del topónimo prerromano Egabro, tamizado fonéticamente por árabes y godos, atraído más tarde hacia la forma más familiar de «cabra» en castellano; por eso sus habitantes siempre serán egabrenses y nunca unos cabritos.

Son términos que, por ejemplo, al castellanizarse del árabe, terminan sonando por mera paronimia algo Guarrate (Zamora) o fundados por un Guarromán (Jaén) cualquiera. Guarromán no es un topónimo ultrajado por el spanglish. En la lengua del profeta era más propiciatorio, Wadi-r-rumman significaba «río de los granados».

Y no solo eso. Política, guerras y cambios de régimen han influido a su vez en la alquimia de los topónimos. Este año leíamos en la prensa que San Carlos de la Rápita (Tarragona) ha votado quitarse el «San Carlos» por su recuerdo borbónico. La actual Numancia de la Sagra (Toledo) se llamaba hasta no hace tanto Azaña, pero cuando las tropas franquistas tomaron el pueblo, en 1936, no les gustó el nombre que relacionaban con el presidente de la República. Lo mismo ocurrió en la zona roja pro soviética con Ucrania del Segura (municipio de Alicante que fue y sigue siendo hoy San Fulgencio del Segura).

El Follón (Asturias) está servido… Como La Chingada (municipio de México de clima cálido y ambiente agradable), nuestra ruta puede parecerse a Los Infiernos (Murcia) de los gentilicios. Nos vemos obligados a advertir qué en este viaje habrá Tortura (Álava) –designa una zona sinuosa, de tortus, en latín, y no los pasatiempos de sus vecinos– y Moratones (Zamora).

Acaso demasiado sexo, con tanto Mironcillo (Ávila), Tocón (Granada), Churra (Murcia) y algún que otro Pepino en la dirección pensada (Pepino está en Toledo, y seguramente sea un patronímico derivado de Alonso Pepino). Y qué decir de esas Ramera de Arriba y de Abajo (Asturias) bailando cerca de O Quinto Pino (A Coruña), con tanta Espolla (Girona) y Montamarta (Zamora) Mojados (Valladolid) en su camino…

¡Ay, La Hija de Dios (está en Ávila)! El cronista lo ha vuelto a hacer… se queda en El Entredicho (Murcia), escribe con Puntagorda (Santa Cruz de Tenerife) lo que parecen significar estos topónimos.

Menudo Chachapoyas (Perú) estará hecho. Los Beatos (Murcia) que exclaman El Socorro (Santa Cruz de Tenerife) frente a su supuesto Ingenio (Gran Canaria) estarán en contra de que hagamos este viaje. Y tienen razón, porque el topónimo curioso la mayoría de las veces bebe de la casualidad fonética o semántica. Esta es la razón de que en León nunca haya habido un felino africano, aunque el animal salga hasta en la bandera de España. León viene de Legión, de la Legio VII Gemina que se estableció allí. «Sobre los topónimos siempre ha habido muchas leyendas y mitos», concluye García.

En general, estamos aquí Guisando (Ávila) algo Malcocinado (Badajoz). Es un paseíto por Cabañas Raras (León). Por eso iremos despacio, Aveinte (un pueblo de Ávila que curiosamente está a veinte kilómetros de su capital, y solo, una vez más, por casualidad, ya que su topónimo proviene de un nombre de persona: Adventius

Buñuel se equivocó. Tenía el surrealismo a un tiro de piedra, para empezar, en Contamina, un municipio de Zaragoza, cercano a su Calanda (Teruel) natal, cuyos habitantes, los «contamineros», las van a pasar algo Puta (municipio de Azerbaiyán) con la transición energética. Y eso que «contamina» proviene del inofensivo término de «condominio». Nada de gases invernadero.

Sentimos compasión por los habitantes de sitios como Asquerosa (Granada), que tuvieron que cambiar el nombre de su municipio en 1943 por el de Valderrubio, hartos de que sus vecinos los llamaran, diccionario de gentilicios en mano, «asquerosos».

Asquerosa seguramente tenía origen árabe y el topónimo nunca tuvo que ver con la cualidad de sucio. No ha sido el único caso. En Ávila había un pueblo que se llamaba Vellacos. El topónimo provenía seguramente del apelativo de alguien, pero lo cambiaron por Flores de Ávila (cayendo quizás en otro exceso).

Es notorio el caso de Castrillo Mota de Judíos que, hasta 2015, se había llamado Castrillo Matajudíos. Lo modificaron por acusaciones de antisemitismo, cuando, una vez más, el topónimo no hacía referencia a ningún pogromo (ese «mata» designaba a unas pacíficas plantas o una colina). Muelas (Salamanca) cambió por Florida de Liébana. Miraflores de la Sierra fue antes Porquerizas. Pocilgas, en Salamanca, pasó a ser Buenavista (¡buena jugada!), y Escarabajosa es hoy Santa María del Tiétar

«Lo de querer cambiar los topónimos porque parecen aludir a algo feo ha sucedido siempre, claro, pero en pocas ocasiones esos nombres se refieren a una cualidad peyorativa o a un hecho de ese tipo que haya sucedido en ese lugar», alega García.

Vamos con un pequeño ejemplo que explica semejante Lió (Girona). En latín «fons» ha dado lugar a «fuente» o «font», pero, por evolución fonética, «también ha creado ‘juan’ en algunos sitios de España», dice Nieto. Y de ahí, luego, el salto rijoso hacia Juan Caliente (Castilla y León), que se refiere a una fuente termal y no al temperamento del Tenorio.

Esto suele ocurrir con los nombres antiguos (normalmente referencias agrícolas o del terreno). En lugares con topónimos más modernos, sin embargo, como Meadero de la Reina (Puerto Real), puede que sí haya una explicación prosaica: parece que la monarca Isabel II pudo hacer allí sus necesidades.

Con la verosimilitud bien alta, la ruta continua… Prometemos Tías (Las Palmas) y algún que otro Casanova (Burgos) salidos de municipios como Casazorrina (Asturias). Lo pasaremos bien entre Ventosilla (Burgos) y Alcantarilla (Murcia), nos fumaremos algún que otro Porriño (Pontevedra), siempre alejados de Llanos del Caudillo (Ciudad Real). Y habrá, claro está, espacio para la Carantoña (A Coruña) y Cariño (A Coruña).

Tanto Villarmuerto como Buenamadre están en Salamanca y aparecen en la Wikipedia. Puedes viajar con tu Esposa (Huesca), si quieres, o con el Presidente Prudente (Brasil). A nosotros nos da igual, mientras no estés Triste (Huesca).

Así que Buenas Noches (Málaga) y Adiós (Navarra), que continuamos con este Salsipuedes (Argentina). ¿Y si aceptamos la grata compañía de ese Parderrubias (Pontevedra)? Alto, detén el Avión (Ourense), que es solo un espejismo… «El topónimo no tiene nada que ver con un par de chicas rubias, sino que hace referencia a paredes de ese color». García nos acaba de aguar (otra vez) la fiesta de los nombres propios.

Vámonos mejor de Guasa (Huesca) a Villaviciosa (Asturias) por Casas de Porro (Cádiz). Villaviciosa es un caso claro de polisemia. Vicioso significaba y aún significa en la cuarta acepción del diccionario «abundante». ¡Era propiciatorio! Un topónimo que exaltaba las virtudes del lugar antes de que se pasaran, en las mentes perversas, con La Raya (Murcia) de Coca (Segovia).

Eso del vicio, en su acepción moderna, vendría después. Y de ahí la anécdota que cuentan del director de cine Luis García-Berlanga, que era muy aficionado al porno. «Unos que estaban organizando un festival erótico lo invitaron y él respondió que iría siempre que el sitio que eligieran para ese festival fuera apropiado a su temática, algo como Pollensa, Villaviciosa o Jódar», explica Nieto.

Cual Berlanga, nunca dejemos que la realidad nos chafe la imaginación onomástica. Prometemos sumergirnos en El Cubo de Tierra del Vino (Zamora). Se nos pondrán los Ojos Negros (Teruel) con Elciego (está en Álava y casualmente hay en él unas bodegas espectaculares). El Fiscal (Huesca) pondrá mala cara. En Villaescusa (Cantabria) nos defenderemos. Nos dolerá La Muela (Zaragoza) de tantas Peleas de Arriba y Peleas de Abajo (Zamora). Muchos Peligros (Granada) y luego Cabezas de Alambre (Ávila). Y eso que Peleas tampoco tiene nada que ver con los conflictos entre vecinos. «Es una variante del nombre personal de Pelayo», agrega García.

Pero con tanto Gustomeao (Ourense) –«meao», en gallego, se refiere a mediano– o Pis (Asturias), la Cosa (Teruel), a los ignorantes, nos sigue pareciendo de Puercas (Zamora). Las gentes de Guarromán, en cambio, están muy orgullosos y esgrimen: «Soy de Guarromán, ¡qué coño pasa!». Según cuentan los cronistas del lugar, fue el escritor Camilo José Cela quien les sugirió esta frase como escudo de su orgullo.

¡Y qué pasa si hemos nacido en Cerdal (Ourense)! Habrá que estar orgullosos de ser ciudadano de La Polla (Asturias), Coitos (A Coruña) o Pelabraga (Asturias). Nos quedaremos San Felices (Soria), pues ya sabemos que los topónimos no significan, ¡solo designan!

Caminaremos entre Moscas del Páramo (León) con éxtasis. No atenderemos al Culebrón (Alicante) de quienes mal piensan. Nos haremos los Sordillos (Burgos) ante su inverosimilitud. Nada de Renuncio (Burgos) a la toponimia de mi municipio. Soy Cazurra (Zamora) y Atea (Zaragoza), ¿qué pasa? Peor es Nada (Chile). Y si no te gusta… pues Novallas (está en Zaragoza).

 

«Expresionismo urbano»: ciudades y dichos populares

El idioma español está lleno de expresiones y dichos populares en los que aludimos, muchas veces sin saber su origen, a ciudades y pueblos de nuestro país. Las hay que sobreviven mejor que otras que han caído en desuso o que son solo reliquias lingüísticas de unos pocos «viejunos», como dirían hoy los más jóvenes. No obstante, resulta difícil creer que alguien, tenga la edad que tenga, no haya dicho (o al menos oído) alguna vez aquello de «quien fue a Sevilla perdió su silla» o «irse por los cerros de Úbeda».

El origen de la mayoría de estas expresiones es incierto y son muchas las versiones que pueden encontrarse en libros o que circulan por Internet. Sea con mayor o menor rigor histórico, todas suelen despertar nuestra curiosidad. Tras ellas hay soldados cobardes, curas traidores o pastores nostálgicos. ¡Vamos a recopilar algunas de ellas y que salga el sol por Antequera!

Estar en Babia

Si todavía no te has enterado de lo que nos traemos entre manos, es probable que estés en Babia, una expresión que, según la RAE, significa «estar distraído y como ajeno a aquello de que se trata». Durante la Edad Media, la comarca leonesa de Babia era un lugar que relajaba a los reyes de León por su abundante caza y por su belleza. Por eso, pasaban allí buena parte del año. Este parece que fue el origen de esta expresión, ya que, según la mayoría de expertos, cuando alguien en la corte quería hablar con el monarca, los cortesanos contestaban algo como «el rey está en Babia».

Otra versión hace referencia a los pastores trashumantes extremeños que iban hasta esta zona a pasar el verano. Al regresar, sentían nostalgia y se quedaban ensimismados. Cuando esto sucedía, se decían entre ellos: «Despierta, que estás en Babia».

Estar en/a (o quedarse en/a) la luna de Valencia

José María Iribarren, autor del libro El porqué de los dichos, creía, en línea con lo que hoy dice la RAE, que esta locución era simplemente una prolongación del dicho «dejar a la luna», y hacía referencia a aquellos que se quedan sin lo que pretendían o esperaban. Además, popularmente, tiene las mismas connotaciones de estar en Babia.

En cuanto a su origen, la explicación más aceptada se remonta a las murallas con que Valencia contaba en el pasado, cuyas puertas se cerraban a las diez de la noche y no volvían a abrirse hasta el amanecer. Así que, quienes retrasaban su entrada, se arriesgaban a pasar la noche al raso o «a la luna de Valencia».

Otra tesis la podemos leer en el libro La Valencia de otros tiempos, del escritor Vidal Corella. Ese autor considera que puede venir de la expulsión de la ciudad de los moriscos, quienes se vieron obligados a esperar en las playas de la zona mientras llegaban los barcos con destino a África. Tuvieron que quedarse varias noches a la luna de Valencia.

Irse por los cerros de Úbeda

Tal y como recoge Iribarren en su obra, «esta expresión equivale a perderse o extraviarse, y también se aplica al que se aparta del asunto que está tratando». Tiene su origen en la reconquista a los Almohades de Úbeda, a principios del siglo XIII. Uno de los capitanes del rey Fernando III, Álvar Fáñez, desapareció instantes antes de entrar en combate y se presentó en la localidad jiennense una vez que esta había sido reconquistada. Al preguntarle el rey dónde había estado, Fáñez contestó que se había perdido por los cerros de Úbeda. La frase fue tomada irónicamente por los cortesanos y se perpetuó como signo de cobardía, pues los cerros no tienen la entidad suficiente como para justificar el que alguien pueda perderse. El mismo Antonio Machado en su poema Viejos cantares aludía a esto: «Cerca de Úbeda la grande cuyos cerros nadie verá, me iba siguiendo la luna sobre el olivar». Hay quien añade un componente amoroso a esta versión: Álvar Fáñez se habría enamorado de una mora y esa fue la razón por la que tuvo que inventarse una excusa por no haber participado en la batalla.

Quien fue a Sevilla perdió su silla

Este dicho se usa para dar a entender la pérdida de privilegios o posesiones que se tienen por el simple hecho de haberlos abandonado momentáneamente. Sus orígenes se remontan a la segunda mitad del siglo XV, cuando Enrique IV era rey de Castilla. Durante su reinado, se concedió el arzobispado de Santiago de Compostela a un sobrino del arzobispo de Sevilla, Alonso de Fonseca. La ciudad gallega estaba revuelta y el sobrino pidió a su tío que ocupara su puesto para calmar la situación. Mientras, él iría a Sevilla. Una vez sofocado el problema, Alonso quiso volver a su puesto en Sevilla, pero su sobrino se resistía a abandonar la ciudad andaluza.

Si seguimos al pie de la letra el dicho, se deduce que la ausencia perjudica no al que se fue a Sevilla, sino al que abandonó la ciudad: «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla». Sin embargo, en el imaginario colectivo solo quedó la historia de la silla y se ha propagado hasta nuestros días con un significado diferente de su origen. Según el Centro Virtual Cervantes, la expresión presenta numerosas variantes del tipo «quien fue a Sevilla perdió su silla, y quien fue a Aragón se la encontró»; «quien fue a Sevilla perdió su silla, y quien fue a Jerez la perdió otra vez» o «quien fue a Padrón perdió su sillón».

Estar entre Pinto y Valdemoro

Este dicho se utiliza para reflejar una situación de incertidumbre o de duda entre dos opciones. La versión popular de un borracho que se encontraba bailoteando sobre un puente que cruza un riachuelo que divide los dos municipios es la más aceptada. Mientras saltaba, no dejaba de repetir «ahora estoy en Pinto, ahora en Valdemoro». Fruto de la embriaguez, acabó cayendo al agua, y dijo: «Ahora estoy entre Pinto y Valdemoro». Para el historiador Gonzalo Arteaga, la frase surge en el siglo XIII, cuando Madrid y Segovia pugnaban por las tierras de estas dos localidades. Tal y como recoge en su libro Pinto, este es mi pueblo, el rey Fernando III tuvo que intervenir directamente para solucionar el conflicto El monarca, que asignó Pinto a Madrid y Valdemoro a Segovia, asistió en persona a los trabajos de separación. Por eso, cuando alguien preguntaba por su paradero, los cortesanos respondían que estaba entre Pinto y Valdemoro.

Tomar las de Villadiego y Poner los pies en polvorosa

Ambas expresiones significan huir precipitadamente de un lugar para salir airosos de una situación complicada. La primera parece tener su origen en unas calzas amarillas que se fabricaban en el municipio burgalés de Villadiego. En el siglo XIII, cuando la persecución a los judíos se intensificó en Toledo o Burgos, estos huían hasta esta localidad, donde se sentían a salvo gracias a un decreto del rey Fernando III. Para distinguirse y que nadie los molestara, se tenían que vestir con estas calzas. Es decir, «tomaban las de Villadiego».

En el caso de la segunda, nos vamos a quedar con la versión que el lingüista Esteban Giménez considera más probable en su libro Del dicho al hecho: una batalla entre el rey Alfonso III contra los árabes en el siglo IX. El lugar donde sucedió fueron los campos de Polvorosa, en Palencia. De acuerdo con la historia, el rey venció, favorecido por un eclipse que permitió atacar a los árabes por sorpresa. Estos tuvieron que huir precipitadamente. Vamos, que ni pusieron los pies en Polvorosa.

Autores como Iribarren consideraban que había otra versión más fiable, cuyo origen estaba en el lenguaje de los delincuentes de los siglos XVI y XVII. En aquella época, estos llamaban «polvorosa» a la calle, en alusión al polvo que abundaba en el camino. Y la frase se refiere a la polvareda que el delincuente levanta cuando escapa tras una fechoría.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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