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21 Abr 2021
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Libros

El festín del Quijote: la comida manchega como pincel de una época

Javier Rada

Exagerando un poco, se ha dicho que el Quijote es un tratado gastronómico, pero lo cierto es que Cervantes usó la comida como fiel reflejo del Siglo de Oro

Cervantes fue cocinero de palabras. ¿Quién lo duda? Pero no fríe, crea. No guisa, maneja. Es la masa madre de la que salió la novela moderna. El manjar blanco literario, salpicón de historias. Tiene en la lengua el impacto de una bebida de nieve (así, con poética, pedías un granizado en el Siglo de Oro).

El ingenioso hidalgo era él: creó un libro, una historia o universo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que es alforja sin fondo, despensa del todo. Pregunten al oráculo cervantino… «En el Quijote, según el ánimo con que se lea, se puede leer prácticamente de todo», afirma Carlos Alvar, catedrático de Filología Románica y Literatura Española de la Edad Media, director de la Gran Enciclopedia Cervantina.

Nos pillan los lectores con ánimo hambriento. Cual Sanchos, el estómago vacío de historias. Esta será una aventura de queso y bellotas. Historia y tradición aún mantenida entre gustosos pucheros, en ese lugar enigmático, tierra de leyenda, hoy magnífico y universal, que llamamos La Mancha, la alta llanura, en árabe, el Lejano Centro, encrucijada en la que todos se cruzaron rumbo a sus quimeras.

Bienvenidos al festín del Quijote.

Usa Cervantes la comida como un pincel, es una lengua de imágenes, un juego de espejos. Lo hace nada más arrancar la novela, en el segundo párrafo. La comida era un símbolo. En cuatro líneas, se sirve de ella para describir al malogrado hidalgo Alonso Quijano, nuestro Quijote, el loco universal. Dime qué comes y te diré quién eres, y si mereces a Dulcinea, bellaco…

Cervantes usará la panza —apellido del bonachón escudero— como primerísimo paisaje. Esto comía el hidalgo y ríanse vuestras mercedes sin llanto, era burla pensada: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…».

Es un collage lleno de información. Derrocha ironía y un conflicto entre dos gigantes: el hambre y el deseo. La figura de un siglo enfrentado a sus molinos de viento. El lector de la época lo pillaba rápido. Separaba ese mundo por lo que se podía comer. Pero hemos perdido referencias, la ironía nos llega con brocha gorda. «Los alimentos
aparecen representados de forma como si fuera un lienzo recién pintado que representa a la sociedad de la época», explica Guillermo Alvar, profesor de Filología Románica de la Universidad de Alcalá de Henares.

Sancho bebiendo. Grabado de Gustavo Doré (1833-1888), el más famoso de los dibujantes y grabadores que han ilustrado el Quijote. Alamy Stock Photo.

Es una novela curiosamente equivocada en cuanto a los vegetales descritos. En La Mancha no existen las hayas que cita Cervantes, el árbol de la bucólica, una licencia de las arcadias pastoriles y de las roman courtois, novelas de caballería francesas. «El mundo de la botánica es pobre en Cervantes y eso a pesar de ser una novela que transcurre al aire libre. Las citas precisas son solo de las especies que se comen», explica Ángel Gómez Moreno, catedrático de Literatura Española de la Universidad Complutense y codirector de Archiletras Científica.

El genio, realista cuando le place, es quirúrgico, sin embargo, con la dieta de este noble rústico venido a menos. Con su única mano hábil, nos describe «un quiero y no puedo», apunta Guillermo Alvar. Quijano parece patético desde el principio. En su mejor día de la semana tiene un cocido u olla podrida con vaca (peor carne entonces, vieja, flaca) y sin carnero (la más apreciada). «Vaca y carnero, olla de caballero», decía el refrán. Medio caballero entonces. Hoy este hidalgo con descuidada casa solariega comería gulas en vez de angulas, pasta de sobre en lugar de tagliatelle con trufa. Y está loco. Lo olemos al principio. Quijano es ya, en ese primerísimo párrafo, el Quijote…

Antes de citar los libros que le secarán el cerebro, el lector identificaba el primer error: las lentejas viudas, tristes, sin carne. Es un cristiano, pues cumple con la prohibición del viernes, envenenado. De estas legumbres que engulle con religiosidad se decía en el Siglo de Oro, y hubo tratados sobre el tema —como Sevillana Medicina, del médico Aviñón (1545)—, que «causaban la melancolía, el humor negro, la locura», explica Guillermo Alvar. Despertaban al Quijote, la sombra que llevamos dentro.

Cervantes elige dieta y lugar como lo más alejado de la épica. «A todo le da la vuelta del calcetín y lo presenta de una forma tremendamente humorística, traspapela todas las convenciones de la época», añade Guillermo Alvar. Su héroe, ajeno a las aguas artúricas de Lanzarote del Lago, será don Quijote… de La Mancha. Y se irá de aventuras en julio y agosto. «Lo más castizo posible», señala Carlos Alvar.

La Mancha no aparece en la literatura hasta él. Acompáñennos a ese lugar. «Es zona de paso entre Andalucía y Castilla. Para un narrador, motivo importante, donde ocurren cosas. Le permitió crear personajes, y poner pícaros que iban a Sevilla, otros buscando fortuna a América o que volvían, o los que se dirigían a la corte», concluye Carlos Alvar.

Era tierra de labriegos, durísima entonces. A las huestes bereberes que habían acompañado a los nobles árabes en la conquista de España les tocó la meseta por botín. «Montaron una revuelta», afirma Guillermo. No había nada o casi nada que cultivar en esas tierras altas y sin costa: mundo de legumbres y pastoreo trashumante, cabreros, la casta más baja, que han dejado como herencia excelentes corderos y recetas (atascaburras, asadillos, calderetas…).

La gente deambulaba por ese territorio situado entre Toledo, urbe de larga tradición, grial mítico, ciudad literaria, y Sevilla, cargada del oro americano. Son tiempos de «estar a diente», que según Covarrubias significaba «no haber comido»; de «cortar la cólera», expresión que se refería a tomar un refrigerio, poca cosa, para calmar el hambre; de «hacer la salva», el primero que comía en la mesa según los códigos; de «buscar pan de trastrigo» o emprender cosas imposibles, como les advertirá la sobrina a Quijote y Sancho. La carne era cara y la fruta desaconsejada. Es un mundo de «no estar para dar migas al gato». Y Cervantes usará todo tipo estrategias literarias para contarlo, y muchas de sus metáforas y proverbios evocarán la comida.

«El Quijote es un rico acervo de enunciados metafóricos, verdaderos tesoros de sabiduría que nos acercan a la época áurea», explica María José Rodilla, profesora-investigadora de Literatura Medieval de Universidad Autónoma de México y experta en el Siglo de Oro.

Cervantes sabía de lo que hablaba. Estaba casado con una manchega, y fue además militar, viajó mucho, y tuvo que cruzar a Sevilla por Despeñaperros. Pasó malos tragos en Argamasilla de Alba. «No se puede ir a ese lugar sin visitar la cárcel en la que estuvo», explica Carlos Alvar.

Excursionistas en Campo de Criptana. El cerro de los molinos sigue siendo un lugar donde calmar la cólera, retar a los molinos y pensar como gigantes. Foto: alamy stock photo

«Como la mejor salsa es el hambre, (los pobres) comen siempre con gusto», ironizará el escritor. Quijote y Sancho lo condimentan todo con la áurea salsa. Las fondas eran inmundas y poco recomendables, con titiriteros y vendedores ambulantes y lecturas improvisadas de libros olvidados por viajeros. Los huéspedes procuraban llevarse su comida a estos lugares variopintos, idóneos para las tramas que el escritor copió de la cuentística italiana. Y sí: tenían fama de dar gato por liebre.

La comida popular española estaba basada en tropezones de pobre, cuya base eran alimentos considerados viles por nobles y caballeros, como la cebolla o el ajo, del que la zona de Las Pedroñeras es hoy su principal capital. Ajos con los que jugará Cervantes, incluso con la idílica Dulcinea.

«Lo que come la gente llana es lo que come Sancho, queso, mucho queso, y pan, mucho pan para acompañar el queso. Es todo muy elemental, a base de cereales y de gachas, y ese tipo de cosas que se comen aún hoy en La Mancha», añade Carlos Alvar.

Tiempos del pollo como celebración. Los postres eran (y son) de sartén (pestiños, cosas fritas como las crujientes flores manchegas, masas de harina con canela o azúcar). No había tomates, patatas, pimientos (no aparecen en el libro), que darán forma unos siglos después a la gastronomía española y al excelente pisto manchego, pues todavía «no se habían difundido», explica Carlos Alvar.

Los gazpachos y pistos citados no se parecían a los actuales. En La Mancha aún podemos encontrar platos hechos con carnes de liebres y otras viandas que los recuerdan (los galianos). Un confesor de Felipe IV describirá la dieta: «Los labradores se sustentan almorzando unas migas o sopas con un poco de tocino, a mediodía comen un pedazo de pan con cebollas, ajos o queso, y así hasta la noche en que tienen olla de berzas o nabos o cuanto más un poco de cecina».

Covarrubias, creador de tesoros lingüísticos, hará su descripción del gazpacho: «Son cierto género de migas que se hacen con pan tostado y aceite y vinagre y algunas otras cosas que les mezclan y polvorizan. Esta es comida de segadores y gente grosera».

Es tierra, sin embargo, para merced de Sancho, de excelente y reconocido vino en la época y aún hoy (entonces el alimento fundamental, la bendición, signo de la cristiandad, que servía para curar heridas, para todo). «En Valdepeñas y La Mancha siempre ha habido buen vino», añade Carlos Alvar.

El vino alimentaba la fábrica del cuerpo, ya lo dijo Vesalio en el siglo XVI. Era combustible para trabajar y se bebía en grandes cantidades dentro y fuera de los monasterios. La Mancha era uno de los abastecedores de la corte de Madrid. «Los vinos manchegos más elogiados estaban en Ciudad Real, en Alcázar de San Juan, en Daimiel, en La Solana o en Consuegra», dice Guillermo Alvar.

La Mancha era además frontera entre conversos y cristianos viejos, con núcleos criptojudíos, zona por la que camina el morisco errante (como el personaje de Ricote) tras el decreto de expulsión de 1609. Escenario de un combate culinario primario que trastornará la gastronomía. Allí se baten la «tocinofobia» y «tocinofilia» de la que hablará más tarde Goytisolo, los silencios judeizantes, donde un mismo plato puede tener dos nombres: los famosos duelos y quebrantos o merced de Dios.

Este es el plato quijotesco que más ha dado que hablar, también llamado chocolate de La Mancha. Si recuerdan, los comía Quijano el sábado, en la perdida celebración judía. Siguen siendo pasto de especulación, pero demuestran que había que tener cuidado con la dieta. Se cree que se trataba de huevos fritos con torreznos, aunque hay distintas teorías. Según esta idea, la más asentada, eran quebranto para el converso, que debía comer tocino para demostrar su afiliación, y merced de Dios para Sancho, el católico desnutrido, el castellano rural.

«Si hacemos un recorrido por las letras del Siglo de Oro, empezando por La lozana andaluza, vemos que hay una frontera entre los conversos y los cristianos viejos. Es un reflejo de la separación de la sociedad española de entonces, y Cervantes se solidariza con ese dolor a través de la voz de Sancho en el caso de Ricote», concluye Rodilla. Sancho se abrazará con su antiguo vecino desterrado bajo una bucólica haya.

Son tiempos de las célebres ollas podridas que despiertan los sentidos del escudero. Podridas por lo cocidos que estaban los alimentos, se dice, o por «poderida», según Covarrubias, pues tenían poder, sustancia.

Cocidos herederos de la adafina judía (el caldo del sabbat, cuando los hebreos no podían trabajar ni cocinar y lo dejaban hecho). Seguramente no haya nada más quijotesco que comer un empoderado cocido en Castilla-La Mancha.

Sopas que entonces se estiraban de lunes a viernes gracias al salpicón que salva la vida al hidalgo (sería esta una receta de sobras similar a la ropa vieja, añadiendo a las sobras cebolla, sal, tocino, haciendo un picado).

Quien tenía suerte comía bacalao el viernes. Es un pescado, considerado de baja clase, y citado por Cervantes con la precisión de una Larousse Gastronomique: «En Castilla lo llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela».

En todo el Quijote usará la comida con varios sentidos, de lo jocoso a lo festivo, es la marca del manco, el identificador de la casta, propulsor del disparate a manos zafias de Sancho. Le servirá para explicar la realidad social y nivel económico, y será punto de encuentro para sus célebres charlas conviviales, la sobremesa, el alivio de caminantes. «Convivium, en latín, significa banquete, y en griego es simposio», explica Gómez Moreno. Según la etimología de cada lengua, hablaría de vivir juntos o beber. «La confusión entre beber y vivir es una bella paranomasia», apunta. Una confusión muy cervantina.

Cuando los protagonistas calman (normalmente poco) la cólera y comparten vino (peleón y abundante), se explican historias, dan sermones, como el erudito discurso de don Quijote a los analfabetos cabreros sobre la Edad de Oro.

En la sobremesa —llamada «sobre comida»—, se tratarán temas de interés cervantino. «El ocio de la siesta parece desatar el poder de la palabra, lo cual da pie a Cervantes para disertar. Las sobremesas son ricas no en postres sino en grandes conversaciones, todo lo cual hace de esta obra un monumento y un homenaje a la palabra, al arte de narrar y de escuchar, y a la lectura», explica Rodilla.

La comida tiene una finalidad instrumental. Es «darle verosimilitud al relato», según Carlos Alvar. A través de los platos vemos la brecha feudal: el celebrado manjar blanco (guiso con aves, almendras y almíbar) o el acto pantagruélico del rico, muestra de poder y exhibición, como en las bodas de pueblo de Camacho (donde se asan novillos con lechones en su interior para dar más sabor al asado, hay enormes tinajas con miel y aceite para hacer algo parecido a churros, y pan blanco, un auténtico lujo).

En líneas generales, sin embargo, religión mediante y pecados por doquier, había normas de comportamiento. «En la Edad Media se fomentaba el principio de moderación, al contrario de lo que muchos creen», dice Carlos Alvar.

Todo está contrapuesto siempre al hambre del pobre, los ojos de Sancho. La alforja del escudero, que encima será robada, carga solo con un pedazo de queso tan duro «que puede descalabrar un gigante», unas avellanas, nueces y cuatro docenas de algarrobas (no es el fruto achocolatado del árbol, se trata aquí de la arveja, una leguminosa rastrera, alimento de animales). Y encima tendrá que recibir consejos de eutrapelia, la moral clásica de divertirse, solo el placer legítimo y sin excesos.

Para burlarse de él, el médico de la supuesta ínsula de Barataria le va prohibiendo los platos que le muestran —estos «demasiado calientes», otros «muy húmedos»— en aras de su salud
(la dieta, desde tiempos de Hipócrates y su teoría de los humores, tenía una escuela que conocía bien Cervantes). «Omnis saturatio mala,
perdicis autem pessima», le dice el médico a Sancho frente a unas perdices «bien sazonadas»: «Toda hartazga es mala, pero la de perdices, malísima».

¡Pobre Sancho, gobernador de su hambre! Como un rey Midas o un Fineo griego al que las harpías se cagaban en la comida y le fastidiaban el festín: un tormento. «Sancho solo comerá bien en un episodio de toda la novela», según Gómez Moreno.

La comida servirá para enfrentar dos mundos o espejos abracadabrantes. Cervantes es el rey del contrapunto, el catalizador de la extraña pareja (fue un éxito inmediato). Tenemos a don Quijote, cincuenta años, seco en carnes, enjuto de rostro, madrugador, ocioso, que solo come palominos en domingo y a veces, pues es el único privilegio (tener un palomar por su casta) que le queda. Desayuna (literalmente) sus «sabrosas memorias», un campeón del ayuno que parece imitar a los santos o ser el contrapunto de Cristo.

Venta del Quijote, en Puerto Lápice. Uno de los lugares de La Mancha que el Quijote convirtió en inmortales. Foto: alamy stock photo

Un caballero que considera comer (y defecar) cosa vacía, enemigo del espíritu y que le dice a Sancho con paternalismo: «Come poco y cena más poco, que la salud del cuerpo se fragua en la oficina del estómago». Y luego está el escudero, el espejo incivilizado para el humanismo secular. Contravendrá las leyes del decoro (apreciadas por nobles y urbanitas), asemejándose, en parte, al pícaro. Sancho no entiende esas normas rastreables al viejo Catón y que se enseñaban en las escuelas. «Don Quijote le está diciendo siempre que guarde buenas formas, es un choque entre dos civilizaciones, la del campo y la del caballero», explica Carlos Alvar.

Sancho no le hará asco a nada, ni al pan negro ni a la cebolla, ni al nabo o la cecina, a la legumbre, la oveja, carnero y vaca vieja, de las que es foodie, las sardinas arenques, olivas o bellotas… Estará muchas veces sorprendido, como cuando le muestran unos peregrinos tudescos un caviar que causa sed (es la primera vez que aparece este plato en la literatura española). «Le preocupa mucho a Sancho la comida», confirma Gómez Moreno. Su sueño no es solucionar entuertos, impartir justicia, sino «comer tranquilo y bien». Tocado siempre por el vino del que es, por ser de La Mancha, muy católico. «Es decir, un experto, un gran bebedor», apunta Guillermo Alvar.

Es un juego magnífico al final de un sueño armado: el siglo XV fue época de caballeros que salieron hambrientos de aventuras, hasta perder su razón de ser con la llegada de la artillería. Y perdido su sentido, olvidado ya Tirante el Blanco, encontraron a su Quijote en el hilván realista y decadente de la última estación: la imagen de una armadura oxidada en medio de la canícula veraniega.

Es el enfrentamiento entre el hombre real y el ideal. «Don Quijote como es medio espíritu no pasa hambre, y pierde la mitad de los dientes en la aventura de los molinos, no podía masticar bien», ironiza Carlos Alvar. Una tensión entre el que engañado con ínsulas cena un mendrugo de pan untado en su hambre y el que desayunará desdentado sus sueños hasta perecer.

Y paradójicamente, termina siendo el valor del Quijote: «Te devuelve las ganas de vivir, no importa que muera el personaje. Hay melancolía, porque ya viene de la literatura pastoril que influyó a Cervantes», dice Gómez.

Pastoril era el lema: Et in Arcadia ego (Y yo en la Arcadia). Motivo funerario del siglo XVI rastreable en las pinturas de Poussin que viene a decir que la muerte reina incluso en el Paraíso. «Y eso Cervantes lo sabe y está reflejado en la novela», añade Gómez Moreno.

Viajen con nosotros ahora a ese territorio que siempre recordaremos. Sancho ha estudiado y puede que emigrado a la ciudad. Quijote ha superado la materia. ¿Qué lugares de La Mancha convirtió en inmortales? «Todos. La Mancha es una región extraordinaria, están los molinos de viento de Consuegra con su castillo al lado, Almagro y su festival de teatro, un pueblo absolutamente manchego y maravilloso, o Tomelloso, Argamasilla, Ruidera, donde la vida transcurre todavía con cierta calma, o la Venta del Quijote, en Puerto Lápice, que da una idea cabal de lo que pudo ser. Esa zona está llena de pueblos hermosos», concluye Alvar.

Palabra de cervantista. Ahí siguen la antigua venta de San Juan de Dios (Los Yébenes), la cueva de Montesinos, El Toboso, el cerro de los
molinos de Campo de Criptana. Sigue habiendo lugares donde calmar la cólera, retar a molinos y pensar como gigantes.

Caminos con tanta tradición que, cual Quijotes imbuidos por la fantasía, creeremos escuchar el cansado trotar de un caballo que carga con ese conjunto de huesos con los que Cervantes hizo su olla maestra. Él lo sabía: en la Arcadia nos encontraremos. Pero antes habremos bebido juntos bajo el árbol cervantino, practicado el arte de la palabra tras la excelente comida, y salidos de la última venta manchega alabaremos a esa Dulcinea a la que le olían los sobacos y tenía un aliento ideal de cebollas y ajos.

 

Duelos y quebrantos los sábados

G5GPGM Roasted potato topped with chili and egg

«Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda». Ya en el Diccionario de Autoridades de 1732 se hace mención, dando apoyo a la idea del revuelto de huevo: ‘Llaman en la Mancha a tortilla de huevos y sesos’. Sobre la idea de ‘duelo y quebranto’, algunos estudiosos sostienen que el nombre hace alusión al ‘quebranto’ del ayuno impuesto sobre las carnes de cerdo tanto en las religiones judía (kosher) como islámica (halal) y su posterior ‘duelo’ tras haber violado los preceptos del ayuno y la abstinencia.
Receta
Ingredientes. Huevos, chorizo o chistorra, tocino de cerdo o panceta.
Elaboración
Picar el embutido y el tocino y rehogarlos, que se vayan desmigando y soltando la grasa. Se le echan encima dos huevos batidos con una pizca de sal y se remueve para que haga revuelto y se mezcle todo bien.

 

Este reportaje, realizado con el apoyo de Junta de Castilla-La Mancha, es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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