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06 Sep 2021
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Literatura

Carmen Laforet, machismo y grafomanía contra el éxito

Carlos Mayoral

Una desconocida gana el primer premio Nadal y todo el mundo habla de la chiquilla que ha conquistado la cima del mundo literario, pero ella, desde la tristeza, rechaza el éxito

Año de 1944. La década más gris de la historia reciente española: hambre, enfermedad, gasógeno en los coches, sustancieros que mantienen unos segundos el hueso del jamón en la sopa, estraperlismo en las ciudades, miedo en las entrañas. La escena cultural es un páramo yermo, acrecentada la angustia si se tiene en cuenta que el primer tercio de siglo ha visto crecer, probablemente, a la mejor generación de novelistas, poetas, ensayistas, pintores o músicos de la historia de España para posteriormente esfumarse. La comparación es, más que nunca,
odiosa. En esta coyuntura, Ignacio Agustí, director de la revista Destino, busca impulsar de nuevo el motor de las letras españolas, que gripado aguardaba en el garaje un nuevo chispazo que lo encendiera. Agustí persigue a sus amigos y editores Josep Vergés y Joan Teixidor, más tarde cofundadores de la editorial Destino, luz en el camino para nombres como Cela, Delibes o Matute.

Les propone crear un premio literario dotado con cinco mil pesetas de cuantía económica. Los dos editores se escandalizan con la cifra, pero finalmente acceden. El premio llevará el nombre del redactor jefe de Destino, Eugenio Nadal, al que una leucemia se lo había llevado sin cumplir los treinta.

Todos los focos apuntan a González Ruano como ganador. Escritor de pluma corta, de artículos que rozan la excelsitud, y además un hombre de la casa, de Destino. Escribe una novela destinada al premio: La terraza de los Palau. Además de sus méritos como escritor, es un buen producto: autor maldito; primero laudatorio con el régimen, después repudiado; apresado por la Gestapo en aquella Europa bélica, con miles de leyendas negras a su alrededor; y, por último, bebedor que coquetea con el alcoholismo, respetado igualmente por Azorines y Barojas. Un Baudelaire con talento que dará lustre al premio. Su novela es, además, buena. Pero cuando todo parece indicar que el premio está adjudicado, el último día de plazo para presentarse al mismo entra un paquete en la redacción de la revista.

Lo firma una veinteañera desconocida: Carmen Laforet. Agustí lee las primeras líneas y no da crédito. Días más tarde, aquella escritora veinteañera y desconocida recoge con todo merecimiento el primer premio Nadal. Cuando Ruano se entera, apenas acierta a entender: «¿Quién es esa señora Pastoret o Mistinguet o Espinet, como se diga?».

El auge de una promesa

Huelga enumerar aquí todo aquello que se interponía entre una mujer como Carmen Laforet y dicho premio. En primer lugar, el propio contexto social. Una mujer con talento en un mundo de hombres. Un coto vetado para gente como ella. En segundo lugar, el propio contexto literario: endogamia testosterónica, camarillas inexpugnables. Los corsés de la censura permiten pocos ejercicios ya no solo espirituales, morales y éticos, sino también estéticos y formales. Y luego la juventud, mala compañera a la hora de alcanzar este tipo de reconocimientos.

Pero es que su novela es un prodigio, y por desgracia solo acompañada de este tipo de sustantivos encomiásticos podemos entender en qué coyuntura fue capaz de asomar la cabeza.

La censura, en primer lugar, resultó difícil de sortear, como ya se adelantaba. Aunque, por suerte, quizá su condición de mujer hizo que los censores no la creyeran con capacidad suficiente como para construir la verdadera denuncia social que estaba surgiendo en sus páginas. Por eso, en el informe censor de 1945 encontramos comentarios de este tipo: «Novela morbosa de tipos bajos sin fin moral alguno». Sin fin moral, pero basta un solo vistazo a cualquier episodio para entender que Laforet manejó la prosa con el mejor acierto que puede tener un autor: su denuncia no llega gracias a grandes soliloquios, a reflexiones explícitas, a párrafos ensayísticos; no, su denuncia llega a través de la narración, a través de lo que ocurre, a través de la realidad. Finalmente, el comité censor dicta sentencia:

«Novela insulsa, sin estilo ni valor literario alguno. Se reduce a describir cómo pasó un año en Barcelona en casa de sus tíos una chica universitaria, sin peripecias de relieve. Creo que no hay inconveniente en su autorización».

Ese es el fin que no alcanzaban a ver los censores: la mayor protesta en ese momento es contar lo que pasa. Por eso la historia de Andrea y la casa de la calle Aribau caló pronto el ánimo lector. Utilizo metonímicamente un domicilio como si fuera un personaje porque ese pequeño espacio es realmente el carácter principal de la obra: la asfixia que se respira entre las cuatro paredes de Aribau es la asfixia de una España que languidece, y la asfixia de un lector que, da igual la época, se mimetiza con los individuos que por allí pululan. Con la novela ya en la calle consigue eso que solo consigue la literatura: deja el testimonio de una barbarie social incrustado para siempre en el relato de la historia.

Uno de los primeros que celebra la aparición de la novela es el tótem de las letras, el genio de la literatura, el maestro José Martínez Ruiz, ‘Azorín’. También llegan críticas favorables del arisco y difícilmente conquistable Juan Ramón Jiménez. Algo de justicia poética hay en estas alabanzas del poeta, porque Laforet había elegido el título de la novela, Nada, basándose en un poema homónimo del bardo de Moguer. El libro se vende por todas partes. Alcanza incluso en cifras a La familia de Pascual Duarte, el superventas de Cela. Todo el mundo habla ya de la chiquilla desconocida que ha conquistado la cima del mundo literario.

A la cuantía nada desdeñable del premio hay que añadir el dinero que percibe después de agotar tres ediciones en seis meses. En plenos años del hambre, Laforet ve como toda estrechez se esfuma. La Academia le otorga el premio Fastenrath. La revista Destino le concede un espacio llamado Puntos de Vista de una Mujer, desde donde podrá describir con una agudeza maravillosa y una prosa finísima los males de una sociedad podrida. Solo hay que atender a la primera frase de su primer artículo:

«Yo quisiera escribir para mujeres sobre temas nuestros, de mujeres. Lo malo es que yo no voy a hacer un apartado de recetas culinarias, de charlas de puericultura o sobre la mejor manera de fruncir una cortina… Nuestro deber es, en la mayoría de los casos, olvidarnos de nosotras mismas y vivir cada hora la vida de los nuestros».

Este talante moderno y adelantadísimo que se palpa en los artículos, el estilo sobrio y directo de la novela, los premios, la fama, el éxito y el dinero. Ha nacido una estrella que, aún sin saberlo, se apaga antes de acabar de brillar.

La caída de una estrella

Informe censor de 1945 en el que se dicta sentencia: «Novela insulsa, sin estilo ni valor literario alguno».

Pero la tristeza que invade cada renglón de Nada no aparece de manera espontánea, sino que es real, Carmen Laforet la ha experimentado en sus carnes antes de traducirla a símbolos sobre un papel en blanco. Carmen había perdido muy joven a su madre, Teodora, un pilar fundamental en su vida, un golpe del que nunca se recuperaría. Su padre se había casado con otra mujer, relación que Laforet no aprobaba, hecho que terminó por alejarla de su familia.

Fue entonces cuando llegó a Barcelona, acabada la barbarie de la guerra, siguiendo los pasos de un primer amor tan alocado como literario. Allí se instala en Aribau, en la pútrida casa que ya todos conocemos, en el ambiente represivo del Ensanche, en la miseria de los años cuarenta.

Aquel amor desaparece, y Laforet decide huir primero de la ciudad, camino de Madrid, y después de sí misma. Con esa depresiva trayectoria empieza a escribir la exitosa novela en la calle General Pardiñas. En el número 107, lugar donde hoy la recuerda una placa dorada y brillante, Carmen se consume. No será fácil esquivar esta tristeza ya nunca, pese a la gran recepción.

Rechaza en parte el éxito del que se hablaba párrafos atrás. Se niega a conceder entrevistas, rehúye las fiestas y las citas donde se macera la verdadera endogamia literaria. El matrimonio, un año después del premio, con Manuel Cerezales, le permite huir: su marido es trasladado a Tánger como enviado del diario España y decide acompañarlo. Pese a que aquel Tánger posterior a la Segunda Guerra Mundial era una ciudad plagada de escritores que intentaban dar buena cuenta de la barbarie atroz que había salpicado los campos de medio mundo, lo cierto es que Laforet se aleja de Madrid y de Barcelona, se aleja del mundillo, se aleja del éxito. En Tánger conoce a Capote, a Hemingway, a Bowles. Escribe. Imagina. Pero su patológica inseguridad le ha paralizado cuando ya despegaba. Ella misma se autodiagnostica: padece grafomanía.

Es difícil no pensar en las dificultades que su condición de mujer le ocasionaban en un contexto así. ¿Hubiera sufrido ese síndrome del impostor que no la abandonó nunca de haber sido hombre? ¿Hubiera padecido esa patológica inseguridad de la que hablaba? ¿De haber sido ella el marido, hubiera perseguido a su mujer camino de Tánger, olvidándose de los círculos literarios españoles? Preguntas todas ellas que están muy lejos y, a la vez, muy cerca de responderse.

La relación con su marido fue torciéndose. Cuentan los que la conocieron que este censuraba gran parte de las ideas que ella concebía, reduciéndolas casi al ámbito religioso. Dejó que transcurriese mucho tiempo entre Nada y su siguiente novela, lo cual aplacó mucho el fervor que había levantado una década atrás. Pese a que se hizo con el premio Nacional de Literatura, Carmen ya no brillaba como la estrella de
posguerra que fue. Mientras Cela, Delibes, Torrente Ballester o Buero Vallejo se daban baños de masas, colonizando el canon y los manuales de literatura, Laforet se refugiaba en su casa de la sierra madrileña, inclinada totalmente hacia el silencio, rechazando de pleno recepciones y actos, condecoraciones y proyectos.

Se divorció de su marido en los setenta, acontecimiento que la sumió todavía más en el pozo negro en el que se hallaba. La separación la dejó sin dinero, sin ingresos, con una única maleta camino de París, de la casa de su amiga Inka. Para entonces ya le costaba terminar incluso los libros de una trilogía ya proyectada. En cartas a su amigo Ramón J. Sender habla del asco que le provoca el mundo literario, que la repele, que la mira con recelo. Consumía pastillas a diario, y la crisis existencial que ya se intuía en sus años de luz y éxitos se acentúa en sus años de oscuridad y silencio. Los últimos tiempos de su vida decide pasar página, nunca mejor dicho, y posicionarse cerca de sus hijos y lejos de la literatura. Tras una penosa travesía por la enfermedad de Alzheimer, Carmen fallece en el año 2004. Aunque ella había rechazado el éxito de las letras, lo cierto es que estas todavía siguen alzando aquella vieja novela de posguerra, aquel manuscrito anecdótico y fugaz, como uno de los grandes hitos de la novela del XX. Allí sigue Nada, en la cima delas letras españolas.

 

Este reportaje es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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