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11 Ago 2022
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Ingrávidos y gentiles

«Aprisa cabalgan»: el Mio Cid hoy

Óscar Esquivias. Fotos: Asís G. Ayerbe

Antonio Machado amaba «los mundos sutiles, / ingrávidos y gentiles». Así son los paisajes literarios, que existen en el mundo tangible y en el fantástico, poblados por personas reales y personajes de ficción. Queremos conocer su aspecto actual y hemos empezado por la primera gran obra castellana: el Cantar de Mio Cid

No sabemos en qué época del año comienza el Cantar de Mio Cid, pero sí cuándo lo escribió Per Abbat. Fue en el mes de mayo de 1207, según lo declara él mismo en el colofón del poema, donde además pide a Dios que le conceda el Paraíso como premio a su trabajo (una mano diferente añadió en el siglo XIV unas líneas muy desenfadadas en las que el juglar solicita al público un vaso de vino, que le debía de parecer en ese momento una recompensa más apetecible).

Es muy posible que el misterioso Per Abbat se limitara a copiar o refundir textos anteriores y ajenos sobre la leyenda del caballero castellano Rodrigo Díaz de Vivar, pero me gusta pensar que algo de la dulzura de aquella primavera del siglo XIII ha quedado en el poema. El desgarro del Cid («así se parten unos de otros // como la uña de la carne», dice el verso 375) no está agravado por el mal tiempo. A diferencia de lo que sucede en tantas obras literarias, en las que los autores proyectan los sentimientos de los personajes en la naturaleza y esta vibra con sus inquietudes y responde a las preguntas que les atormentan, el dolor del Cid no encuentra en el paisaje ninguna réplica, salvo una corneja de vuelo veleidoso, cuyo augurio parece ser malo. Por lo demás, el mundo natural asiste pasivo a la desgracia del Campeador: se va de Castilla sin poder contener las lágrimas, pero el cielo no llora con él, no hay lluvia, ventisca ni nieve. Tampoco cae sobre la mesnada el «ciego sol» del verano, aunque Manuel Machado nos haya persuadido de lo contrario, ni se dice que el aire les abrase, ni que todo sea «polvo, sudor y hierro» en la «terrible estepa castellana» (por cierto, es inexacto llamar «estepa» al paisaje que atraviesa el Cid, pero a los buenos poetas se lo perdonamos todo).

Al recorrer ahora estos caminos con mi amigo el fotógrafo Asís G. Ayerbe y releer el poema, me ha llamado mucho la atención que el juglar no se detenga en descripciones geográficas, que fíe aquí la fuerza poética a la simple mención de los topónimos y al brío de la narración. Pese a esta falta de énfasis en el paisaje y el clima, intuyo una suavidad primaveral en los versos, o quizás un aire a verano recién estrenado o a un estío amable, cuando las noches son cortas y placenteras. El Cid y sus hombres cabalgan a menudo bajo la luz de las estrellas y acampan en tiendas a la orilla de los ríos, como sucedió en Burgos, donde Rodrigo no pudo ocupar su propia casa y tuvo que dormir extramuros, en la glera, «como si fuese en montaña» (v. 61). Sin embargo, no hay quejas por la inclemencia del tiempo, así que debió de ser siempre benigno. De hecho, la laboriosidad de los pobres moros de Castejón, que salen confiados a faenar en sus tierras y dejan el pueblo casi vacío, sin apenas guardia, nos sugiere que el relato transcurre en un mes en el que el campo necesita de todos los brazos. Castejón es la primera conquista del Cid fuera de Castilla. Desde este pueblo manda a sus hombres a saquear el valle del Henares y aquí empiezan los versos broncos, los gritos de guerra, se desenvainan las espadas, se alancea, rapiña y mata. El dolor íntimo de Rodrigo se transforma en furia guerrera, en un afán por conseguir oro y ganado para engrandecer su ejército, agasajar al rey y recuperar su favor.

Asís y yo detuvimos nuestro viaje precisamente en Castejón, a cuyo impresionante emplazamiento, en una hondonada entre roquedales, llegamos un frío atardecer en el que los corzos salían a la carretera a lamer la sal que había esparcido la Diputación en previsión de nieves. Seguramente, en su día, los hombres del Cid habrían intentado cazarlos. El temor al hambre y el deseo de prosperidad y abundancia, simbolizadas estas en la huerta valenciana, aparecen varias veces en los versos del Cantar. El Cid tampoco despreciaría los escaramujos que, en otoño, brillan rojos en mitad del campo escarchado. El escaramujo ha sido siempre el alimento de fugitivos y bandoleros que se echan al monte para esconderse y preparar sus celadas, y esta fue la vida que llevaron un tiempo el Cid y sus hombres. Quizá el amargor de este fruto les hacía desear con más ganas el sabor dulce de las naranjas de Valencia.

El Rodrigo literario (un héroe siempre alabado por el autor del poema) es, por supuesto, un personaje de ficción, diferente del histórico. Los episodios de este primer tramo del destierro (la salida de Vivar, el rechazo de los burgaleses a ayudarlo, las palabras que le dirige una niña de nueve años, el engaño a Raquel y Vidas, la despedida de Jimena en Cardeña, la visión del ángel en la Figueruela) son muy célebres. Al fin y al cabo, el Cantar es el primer gran monumento literario que se encuentran los escolares en sus libros de Literatura. A Jaime Gil de Biedma esta parte le emocionaba hasta las lágrimas y la leía en voz alta. La sobria belleza de los versos medievales ha seducido a generaciones y generaciones de lectores. «Apriesa cantan los gallos // e quieren quebrar albores» (v. 235) dice el poema. «Las piquetas de los gallos / cavan buscando la aurora», escribe Federico García Lorca en el Romancero gitano. Ese quiquiriquí todavía resuena clarísimo en nuestra literatura, no así en muchos de los pueblos de Burgos, Soria y Guadalajara por los que pasamos, algunos deshabitados, silenciosos, sin corrales ni apenas casas ocupadas de forma estable. De vez en cuando, fuera de poblado, nos encontramos con naves industriales donde se crían pollos, cerdos o vacas. En San Leonardo de Yagüe y en Atienza vimos rebaños de ovejas en el campo y sus muy simpáticos pastores se lamentaron de ser los últimos de su oficio, dueños de los únicos rebaños de sus pueblos. Más se hubieran disgustado en la época del Cid, porque este se habría apropiado de sus ovejas sin contemplaciones, como solía hacer en las correrías por campo enemigo.

Durante nuestro viaje tuvimos muy a menudo la sensación de que el paisaje era el mismo que contempló el Campeador en el siglo XI: horizontes amplios, montes de encinas, robles y sabinas, impresionantes roquedales, pueblos de piedra y adobe detenidos en el tiempo, algunos casi desmoronados, fortalezas almenadas, fragantes pinares, campos de labor recién arados en los que picotean cuervos y urracas, cardos imponentes ya secos, altos y esbeltos como báculos abaciales, que quizá al Cid le traían recuerdos de Cardeña y de su familia acogida allí, porque el monasterio debe su nombre a los cardos e incluso los tiene en su escudo, junto a las llaves de san Pedro.

Pero en otros muchos lugares, sobre todo en las zonas urbanas, el paisaje ha cambiado radicalmente. A veces, lo más conocido por nosotros fue también lo que más nos sorprendió. Ambos nos criamos en Gamonal, el barrio obrero de Burgos, y Asís luego pasó su juventud en Ibeas de Juarros, muy cerca de la fábrica maderera que hoy se llama Kronospán. Pero cuando la vimos desde el pueblo de Cardeñajimeno, poco antes de que rayara el sol, nos quedamos subyugados por la imagen de sus luces, sus chimeneas y la humareda extendida como una gran bandera blanca, en la que Antonio Machado, a buen seguro, habría visto un símbolo del progreso y del orgullo proletario de los actuales «hijos del Cid» (con esta expresión llamaba el Himno de Riego a los españoles). Tras la apropiación franquista del personaje como epítome de los valores de la «Cruzada», a veces se nos olvida que, en su momento, Rodrigo Díaz de Vivar fue también un emblema del republicanismo español. María Teresa León o Antonio Machado lo consideraron la encarnación del espíritu democrático e igualitario castellano, un representante de esa nación idealizada que era un «islote de hombres libres en un mar feudal» (como escribió Claudio Sánchez Albornoz), capaz de encararse con un rey y de pedirle cuentas. Para Machado el lema «Nadie es más que nadie» resumía el espíritu castellano (y republicano).

En el ‘Cantar’, que es un texto realista, pegado a la tierra y a lo material, se cuenta también la aparición de un ángel. Sucede al poco de atravesar el Duero en Navapalos, cuando el Cid está ya a punto de abandonar Castilla y de adentrarse en la taifa de Toledo. Asís y yo, en nuestro viaje, cuando veíamos un chopo o un olmo con sus esplendentes hojas doradas iluminando el paisaje, pensábamos: «¡Allí está nuestro ángel!». En esta antigua zona de frontera abundan las iglesias y ermitas dedicadas a san Miguel, que es el arcángel guerrero, comandante de las milicias celestiales. Uno podría suponer que fue este quien visitó en sueños al Cid; pero no, fue Gabriel, el dulce san Gabriel, el ángel mensajero de mejillas sonrosadas, el mismo que explicó sus visiones al profeta Daniel, el que anunció a María su maternidad y reveló pacientemente a Mahoma el Corán durante más de veinte años. Este arcángel, que revolotea como un jilguero en las tres religiones que conoció Rodrigo, le animó diciendo: «¡Cabalgad, Cid, // el buen Campeador!» (v. 407). Pedro Salinas subrayó la importancia del verbo «cabalgar» en el poema y cómo el Cid siempre está alerta y en movimiento. «¡Cabalgad!», parecía que nos susurraba también un ángel a Asís y a mí mientras recorríamos felices estos paisajes que tanto amamos y que suman a su belleza natural la de los versos resplandecientes del Cantar.

Fotos y textos del camino tras las huellas del Cid:

Tornábase Martín Antolínez a Burgos // e mio Cid a aguijar, pora San Pero de Cardeña, // cuanto pudo espolear. Apriesa cantan los gallos // e quieren quebrar albores (vv. 232-234)

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La fábrica Kronospán antes del amanecer, vista desde Cardeñajimeno, Burgos. La primera noche del destierro la pasa el Cid acampado en una glera del Arlanzón, de la que toma la arena con la que rellena las arcas que deja en prenda a Raquel y Vidas a cambio de dinero. Se pone en marcha antes del amanecer para ir a Cardeña. Hoy el Cid se encontraría con un paisaje industrial.

Este artículo y sus fotografías es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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