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03 Abr 2023
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Entrevista

Caparrós: «Que la eñe sea producto de la pereza la enaltece bastante»

Mar Abad

Retrato lingüístico de Martín Caparrós

Por esa forma de contar el mundo de habla hispana en Ñamérica y ese modo de hablar de la pobreza en El hambre.
Por su poesía y pericia colocando palabras.

Martín Caparrós recibe el Premio Especial del Jurado en la primera edición de los Premios Archiletras de la Lengua.
Es un titán. Punto final.

Me había propuesto escribir la biografía de Martín Caparrós, pero en tres palabras ya la tenía. Entonces decidí buscarle las costuras a este periodista y escritor argentino.

Me da igual que vista igual desde 1995. Que lleve casi treinta años, con sus inviernos y veranos, vistiendo el mismo modelo de pantalones, unos Levis 501 negros, y una camiseta o un jersey negro. Voy a buscarle los pespuntes porque ahí podría estar la razón de que use tanto los dos puntos y escriba tantas rayas que muchas frases parecen hilvanadas.

Lo cito una tarde de verano y, en una pequeña mentirijilla, le digo que es para hacerle una entrevista. La verdadera razón es que le voy a hacer un retrato lingüístico y necesito saber por qué viste siempre de negro. Le pregunto y me dice:

—El origen son estos pantalones —y señala los que lleva puestos—. Empecé a usarlos en el 95, y al cabo de un par de años, descubrí que eran los más cómodos y los que mejor me quedaban. Y nunca más usé otros. Llevó veintisiete años usando exactamente el mismo modelo. Además, la misma talla, cosa que me genera un mínimo de estúpido orgullo.

Mientras me responde, voy descartando hipótesis. Mi primera teoría era que vestía de negro por el color de la tinta editorial. Pensaba que después de haber escrito casi una decena de ensayos (con títulos tan rotundos como El hambre, Lacrónica y Ñamérica) y de haber publicado más de una docena de novelas (con títulos tan de peso como La Historia, Un día en la vida de Dios y Sinfín), el negro de las letras había tintado su ropa. Pero compruebo que la conjetura es fallida.

Tampoco acierto con mi segunda hipótesis. No vestía de negro por el reflejo de tantas cintas de tinta de máquina de escribir y tantos píxeles de letras digitales en dios sabe cuantísimos artículos en Noticias, Tiempo Argentino, The New York Times, El País y no sé cuantísimas revistas. La razón de vestir de negro es esta:

—Con estos pantalones lo más fácil es ponerse algo negro encima y no tener que pensar si esto va a combinar, si esto va a no sé qué… Es fácil sobre todo para viajar, para no tener que llevar más cosas que las necesarias y porque, además, la mugre se ve menos. Es pura comodidad.

—Puño y letra.

Antes de quedar con él había estado observando sus artículos a contraluz para buscarle las vueltas y había descubierto que detrás de sus palabras no hay líneas.

¡Hay partituras! Aquello podía ser la razón de que sus textos sean tan musicales. Me apuré entonces a revisar sus palabras manuscritas y vi que debe de ser un tipo que hace bastante lo que le da la gana, porque mezcla mayúsculas y minúsculas, mezcla aes de imprenta (las de pancita redondita) con aes de cuadernillo Rubio (las de panza gorda) y, además, había por ahí una e ilegible que parecía, más bien, una semifusa. Le pregunto y me dice que apenas coge un boli.

—Yo escribo en Times New Roman 12, con uno y medio de separación, con margen de 12 (que no sea muy ancho), sangría de un punto. Esa es mi letra. Yo veo eso y digo «esto lo escribí yo», como si fuera mi letra manuscrita. Ese grado de estupidez. Y también tengo una colección grande de palabras autocorregidas.

—¿Te refieres a la escritura predictiva?

—No. No sé si viste que Word tiene una función que es autocorrección. Hace unos años empecé a usarla para tener como una especie de taquigrafía propia. Si yo pongo «md», sale «Madrid», si pongo «ba», sale «Buenos Aires». Eso hace que escriba mucho más rápido. He escrito a mano muchísimo tiempo, he escrito a máquina cinco o seis libros y ahora me pregunto: ¿cómo mierda lo haría?

—La música.

Martín… 🎶 Caparrós… 🎵

Parece dictado por la batuta de un director de orquesta (hay nombres con porte y a este hombre le tocó esa gracia). Hacía esta reflexión mientras preparaba su retrato lingüístico y… ¡cuál fue mi sorpresa cuando vi que este nombre, además, es un destino!

En ese momento tenía sus artículos tendidos sobre mi mesa porque quería encontrar los patrones de su escritura y ahí hallé un dato infalible. Esas pautas no tienen nada que ver con la costura. ¡Son patrones rítmicos! ¡Compases! He contado las sílabas de sus textos y he visto que encajan mejor que el tetris. Lo que él hace no es redactar; es componer sinfonías.

—Lo que uno mira y lo que uno piensa son los materiales que podrá usar para hacer lo más importante: elegir qué palabras va a emplear. Es elegir la palabra más precisa, y la infracción a esta regla es que a veces la palabra más precisa tiene una sílaba más o una sílaba menos de lo que necesito y entonces tengo que buscar otra que quizás sea menos precisa pero que tenga el número de sílabas necesarias.

En la primera noticia que escribió Martín, a los dieciséis años, la música aún no se oía.

¡Pero qué afear a un pibe que pretende ser fotógrafo y, en un aquí te pillo aquí te mato, le piden que redacte una nota de un pie que han encontrado congelado en un risco salvaje! Fue una tarde de febrero de 1974 y el adolescente terminó la nota con este párrafo tejido en cadeneta:

«La pierna, calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Oscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América».

Pero Martín supo pronto que escribir es hacer música. Lo único que le faltaba era encontrar un estilo: su estilo. Eso ocurrió en los años 80. Leyó Inventario de otoño, de Manuel Vicent, y sintió el subidón que da al escuchar una playlist y decir: ¡me gusta todo! Él lo cuenta así en su libro Lacrónica: «Las historias podían ser mejores o peores, pero fueron, para mí, la ocasión de encontrar una música: un ritmo que he copiado tanto. Se lo he dicho, después, alguna vez al maestro Vicent: no siempre recuerdo la letra de sus textos pero puedo tararearlos sin problema».

En ese momento estaba en mi mesa de trabajo, cerré la puerta, dejé la sala en un silencio polar y afiné el oído para leer los artículos de Martín. Intentaba encontrar un dos por cuatro o un seis por ocho, pero, por lo que hablamos ahora, descubro que él no se guía por un compás de música. Es más de versos.

—El castellano tiene dos o tres ritmos básicos. El octosílabo, el endecasílabo, el alejandrino, dos veces siete. Y está claro que si, más o menos, vas trabajando con esos ritmos, se arma una música. Estoy muy muy muy atento a eso, al ritmo de las frases.

Esto del ritmo confirma mi hipótesis de que Martín piensa en versos, rimas, simetrías. Incluso su acento argentino, que sube, que baja, ¡fiuuu!, es una armonía intentando salir entre los beats de las sílabas y los silencios del habla. Y por fin suelta la prueba irrefutable:

—Yo sería mucho más feliz tocando el saxo. De hecho, lo intenté, pero soy muy malo.

—La poesía.

La música de Caparrós tuvo que buscar otra forma de salir a flote. Si no era a soplidos, sería en palabras. Si no era en corcheas, sería en versos.

—Uno pensaría que las formas de la ficción son más libres que las de la crónica. Pero tengo la sensación de que, al contrario, arriesgo más en algunas crónicas que en algunas novelas. Y en toda esa prosa, tanto en no ficción como en novela, creo que la poesía está muy presente por esto que te decía: porque cuento las sílabas. Es así de tonto, ¿no? Y de hecho, desde El interior, en mis libros hay cada vez más poesía explícita.

En 2003 Martín Caparrós agarró su coche y salió por la Argentina solo, a dar vueltas, a ver qué veía y qué podría contar. Partía de unas pocas frases que permitían ya un cierto canturreo:

«¿Se puede narrar un país?» (crescendo de interrogativa) ↑

«Sería un alivio tener una misión» (decrescendo de desiderativa) ↴

«Pero no aspiro a tanto» (smorzando de declarativa negativa) ↴

«Me contentaría con saber qué estoy buscando» (decrescendo de desiderativa) ↷

«Quizás, en el camino, lo consiga» (diminuendo de dubitativa) ➘

Muchos kilómetros después volvió con la sinfonía completa: el ensayo El Interior.

—Ya llevaba quince años escribiendo crónicas y era muy caballo manso. Quiero decir, ya sabía cómo las hacía y no me atraía la idea de subirme al coche y volver a hacer lo que llevaba haciendo quince años. Entonces, para que me interesara el proyecto, como condición me puse a pensar formas nuevas de contar. Y en buena parte, supongo que porque soy un señor mayor, las formas nuevas tenían que ver con formas poéticas.

Pero había un motivo más que ese del «señor mayor». Martín iba empapado en versos. Las frases le brotaban en coplas porque antes de viajar, había leído libros con tanto ritmo que solo les faltaba poner al lado un tío a las palmas. ¡Plas, plas!

—Uno de los libros era Poemas de Sidney West, de Juan Gelman. Es una falsa traducción de un libro norteamericano que no existió nunca. Y él, para escribirlo, se había basado en un libro de poemas de un poeta norteamericano de principios del siglo xx que sí existió y que se llama Edgar Lee Masters. Esos poemas son como epitafios de los habitantes de un pequeño pueblo y cada epitafio cuenta la vida de uno de ellos.

A Martín le quedó tanto verso en la cabeza como al Quijote lanzas y caballerías. Por eso, en El Interior, muchos personajes están contados en forma poética y muchos paisajes aparecen en haikus.

—Porque, en definitiva, lo que entendemos como crónica es apropiarse de otras maneras, de otras formas literarias para contar la no ficción.

—La crónica.

Hablar de estrofas nos lleva a la crónica. ¡Cuánta crónica ha escrito Martín y cuánto ha escrito Martín de crónica! Al peso, pude contar las 540 páginas de su libro Lacrónica, más unos cuantos kilos de papel de todos los periódicos en los que ha publicado desde que su padre, psicoanalista, lo sentó un día y le dijo:

—Si quieres hacer periodismo, haz periodismo, yo no puedo impedirlo, pero trata de no ser un
periodista.

Poco caso le hizo el pibe, porque hoy es un puntal de un olimpo del periodismo: la Fundación Gabo; y la Universidad de Columbia lo premió por ser «una de las principales voces del periodismo literario latinoamericano». Pero, ¡qué reprochar a aquel chaval!, si lo más correcto es desoír los imperativos.

Tanto escribir y tanto contar han hecho que Martín no sea solo «un periodista». También lleva la etiqueta de escritor y de cronista. Y eso abre un interrogante: ¿Estaría su padre más contento con estas dos palabras? Intuyo que no, porque lo que le disgustaba del oficio periodístico también le ocurre al cronista y al escritor.

—¿Por qué?, ¿cómo sería un periodista? —le preguntó aquel Martín jovencito a su papá.

—Alguien que sabe un poquito de todo y nada realmente.

Desde entonces ha pasado algo así como medio siglo y Martín no es solo periodista, sino maestro de periodistas. Sabe más de la crónica que los ratones coloraos y esta tarde de verano en la que charlamos en un bar, él café, yo agua fresca, me dice:

—Hacia fines de los años 50 cristalizó un procedimiento que era utilizar formatos de novela social negra norteamericana de los años 20 y 30 para escribir crónicas.

Después, durante mucho tiempo, tuve la sensación de que, en lugar de recuperar el procedimiento, recuperábamos el resultado y seguíamos escribiendo como [Rodolfo] Walsh o como [Truman] Capote.

¡Qué hartura de crónicas que parecían hechas en papel de calco! De ahí surgió un propósito antes de salir a recorrer la Argentina en 2003: «Quiero recuperar el procedimiento. Hay tantas formas de contar, que por qué no encontrar otras». De ahí que El Interior resultara un ensayo poético. De ahí que decidiera «usar esa forma de contar cada vez más». Y parece que es hombre de palabra porque lo ha cumplido.

Hay pruebas recientes.

—Hace cuatro semanas me agarró un ataque porque estaba muy aburrido. Había terminado un libro y no sabía qué hacer. Ya había escrito una novela sobre Echevarría, el primer poeta argentino, y acababa de terminar otra que sale este mes de septiembre sobre Sarmiento, el gran escritor argentino del siglo xix. Entonces dije: sería lógico hacer una novela sobre José Hernández, el autor de [El gaucho] Martín Fierro, el gran poema nacional argentino, sea lo que sea eso del poema nacional, y que está escrito en sextetos con una forma determinada. Pero no tenía ningunas ganas… —y aquí Martín mete unos graves que la frase se le acaba ahogando—. Entonces, lo que hice fue una especie de poema como de doscientas o trescientas estrofas, pero en vez de escribir Martín Fierro, por José Hernández, hice José Hernández, por Martín Fierro. Y Fierro cuenta la vida de José Hernández y dice que es un mentiroso y qué sé yo… ¡Me divertí como un peeerro escribiendo estrofitas, sextetos que tenían que rimar aquí y aquí!

Ya tengo claros unos cuantos metadatos. Al retrato lingüístico de Martín le voy a poner las etiquetas de periodista, cronista, escritor y poesía. Pero recuerdo que había pedido un informe sobre él a una de las personas que mejor conocen su trabajo, a Pere Ortín. Este periodista me decía: «Martín Caparrós es un género literario y periodístico en sí mismo. Es —y disfruta de ser— uno de los escuchadores más atentos a los que he escuchado escuchar. Su mirada es única, genuina, y sus palabras al contar son siempre tan hermosas como certeras. Es uno de los pocos escritores actuales en español al que le he leído (y le he escuchado con su poderosa voz) entender la superestructura molecular del detalle».

Lo que me dijo Ortín me hace plantearme si añadir otro metadato: género literario en sí mismo. Incluso un nuevo palabro que no había oído en mi vida: vidalogía. De eso hablaba también este director de documentales que anda siempre viajando: «Pero además, por si todo lo anterior fuera poco, Caparrós es un historiante cosmopolita que abunda en vidalogía, esa ciencia de la vida que no es la biología. Pero mucho más allá de todos esos inmensos valores, al pensar en Caparrós, yo solo pienso en ese gozo egoísta que me supone compartir con él la palabra amigo».

—Las letras.

Uno de los trabajos que hice antes de ver a Martín fue descoser sus textos. Esa mañana estaba minuciosa. Fui examinando letra por letra y… cuánto tiempo repararía en la eñe, que tenía unos ñoquis hirviendo y cuando fui a por ellos ¡eran papilla! Pero esto es algo que solo los españoles podemos decir: ¡Se me han pasao los ñoquis!

Porque al resto del mundo lo que se les arruinan son los gnoquis.

Apunté la eñe para el momento del interrogatorio. A ver, Martín, ¿tú qué te traes con esa letra, que hasta llevas una virgulilla por bigote? Pero es que, además, después de recorrer América Latina ha decidido llamarla Ñamérica porque lo que une a estos países es que hablan el idioma de la eñe: el español.

«En Ñamérica se habla español».

Esta frase es redonda en su grafía: vemos la eñe en Ñamérica y español.

Es redonda en su sonido: escuchamos la eñe del español que se habla en Ñamérica. Pero a Martín esta frase le parecería un ñiquiñaque. Le rechinaría en los oídos. Lo llevaría en cólera.

—Yo no digo español nunca, porque me parece que remite a un estado nacional del que yo no formaba parte. Ahora un poco más, pero bueno… En cambio, yo siento el castellano como el dialecto de una región que se extendió por el mundo, y yo lo que hablo es ese dialecto que llegó a mi lugar de origen.

Aunque sabe que es su guerra en pequeñito porque en América Latina suelen llamarlo español más que castellano y «en los idiomas cercanos lo llaman Spanish, espagnol, spagnolo, espanhol…».

Pero Martín es fiero en sus ideas (quizá por ser del país de Martín Fierro) y me parecía extraño que hubiese puesto esa eñe a Ñamérica teniendo en cuenta que, de todos los países que hablan… castellano (en su cosmovisión del mundo) y español (en el mainstream), solo España lleva la eñe por bandera. Por supuesto, a Martín, ese asunto le escocía. Le hizo dudar… ñeh… pero encontró una razón para no mandar esta letra al carajo.

—Hace tiempo que se usa la eñe como una especie de estandarte del castellano, en la medida en que es la única lengua que tiene ese signo tan raro. Todas las demás tienen el sonido, pero no tienen un signo que, en sí mismo, dé cuenta de este sonido. Siempre es una composición hecha a partir de otros dos sonidos. Es cierto que el único país que tiene la eñe en su nombre es España. De los otros veinte países que hablan el idioma, ninguno la tiene en el nombre y eso me disgustó un poco, pero se compensó cuando me enteré de que la eñe tiene el gran mérito de ser el producto de la pereza —y sonríe con gozo—. La eñe apareció en los escritos cuando los copistas medievales tenían que repetir la ene en palabras como annus y estaban hartos de escribir dos veces la misma letra. Entonces inventaron un código que era escribir una vez la letra y ponerle una rayita encima para decir dos veces. Casi todas las eñes castellanas son dobles enes latinas. Coño, por ejemplo, viene de connus y es una doble ene latina, y así sucesivamente. Entonces, bueno, que sea el producto de la pereza, me parece que la enaltece bastante.

De ahí voy al fin del abecedario. Sabía que con la zeta tiene algunos reparos, porque en una entrevista se quejó de que, a ver, si más de quinientos millones de personas hablan español en el mundo y solo treinta millones la pronuncian, ¿por qué tanta insistencia en que lo correcto es decir zzzzzapato? ¿Por qué ese regusto en pronunciar Zzzipi y Zzzape? Le pregunto y veo que esta opinión está bien zurcida en su pensamiento.

—Eso me parece como una muestra muy estrepitosa, cómo decirlo, del supuesto poder lingüístico que el castellano o español se atribuye a sí mismo. Yo tuve un problema personal con la zeta —y la pronuncia seta porque Martín sesea y no hay zumbidos en su habla—. Mi documento de identidad español termina en Z, y con cierta frecuencia me preguntan el número de documento. Digo los números y al final: seta. Y me miran así porque lo que esperan es que digas zeta —ríe y los agudos de su habla argentina se disparan en su ecualizador de voz—. ¿Con qué te lo puedes confundir?

¡No se puede confundir con nada! Si uno dijera be o be larga, uve, no sé… Bueno, se puede confundir, pero seta es una palabra lo suficientemente específica como para que no haya confusión. Entonces un día dije: «Bueno, voy a averiguar realmente cuál es la extensión lingüística del campo de la Z». Y efectivamente, quise hacer cuentas y resulta que ni siquiera los cuarenta y seis millones de españoles la usan. Buena parte de los andaluces no la usan. Buena parte de los catalanes no la usan. Ningún canario la usó nunca. Quiero decir, serán treinta o treinta y cinco millones como mucho. Y somos cuatrocientos cincuenta millones que hablamos sin la zeta. Y sin embargo, seguimos aceptando que esa sería la forma correcta y canónica. Es una muestra de dominación imperial que está en vías de desaparición. Porque, insisto, cuatrocientos y pico contra treinta, van a terminar mal, ustedes, los de la zeta.

Y como yo soy de esa minoría zancona y de la generación del Peta Zetas, ¡zZzZz!, zanjo el tema y nos zambullimos en otra materia menos explosiva.

—Los signos de puntuación.

Me había hecho una tabla de Excel para llevar un registro de sus signos de puntuación. ¡La raya, por goleada! ¡Los dos puntos, pa hartarse! En cambio, al punto y coma y a la exclamación les hace chupar banquillo que es un delirio. Le advierto que se ande con cuidado porque un lingüista forense lo cazaría al vuelo: esa raya que abre y no cierra. La emplea tanto que ya hasta tiene entidad para darle un nombre.

Podríamos llamarla —raya Caparrós (así, con esa grafía, con principio y sin final, para hacerla explícita).

Le pregunto por esa forma entusiasta de usar la raya y el apasionado futbolero me da bola.

—Es algo que hago hace unos quince o veinte años y estoy peleando un poco contra eso, porque últimamente me parece que, cuando hay más rayas de las necesarias, ensucian un poco los párrafos. Estoy tratando de volver a la coma porque en realidad esa raya final es como para hacer una coda a la frase, ¿no? Uno está diciendo:

«Estábamos tomando un café muy agradablemente y la pasamos bien, raya, y sin embargo, el ruido no cesaba». Le da como otro nivel de enunciación.

Le pregunto después por ese modo de medio usar la raya y el hincha del Boca Juniors se marca esta respuesta:

—Me parece que no tiene ningún sentido ponerle otra raya al final, al lado del punto, porque ya se sabe que la cosa se termina. Aparece el punto, ¿no?, ya termina. Y queda feo todo eso.

Martín está tranquilo con esta decisión estética. Pero después de mi advertencia, algo empieza a inquietarle.

—Lo que en realidad más me preocupa para el forense es mi uso de los dos puntos. Uso demasiados dos puntos.

Le doy la razón. En algunas páginas de sus libros hay puntos para hacer de esa hoja un colador. Pero es eso precisamente lo que separa el grano de la paja en los textos de Martín.

—Los uso mucho porque las conjunciones causales en castellano son feas: en consecuencia, por ende, por eso, no sé qué, blablablá. En general, son muy feas. Si con dos puntos consigues evitarlas, la frase queda mucho más fluida.

Confirmo entonces que un puntal del estilo de Martín es evitar una letra de más. Había analizado sus textos con lupa y contra la ventana. Les había buscado las costuras por si escondían algo, pero ¡nada!, no es hombre de punto en boca. Lo que piensa lo dice.

Eso cuadraba perfectamente con la información que había recibido del escritor y crítico literario Jorge Carrión. En mi investigación previa, le había pedido un informe sobre Martín, porque pocos han leído sus libros con tanto esmero y pocos conocen tan bien sus puntos fuertes y sus puntos flacos.

Carrión me había enviado un dosier que decía: «Martín tiene lo que un escritor debe tener y muy pocos logran: un mundo y un estilo. Su mundo es el mundo: no conozco a ningún otro autor en español que se haya atrevido a narrar el planeta Tierra en toda su complejidad cultural y geopolítica como ha hecho él en Larga distancia, La guerra moderna, Contra el cambio o El hambre».

Y de todos los párrafos, señalé este en negrita: «Su estilo no se parece a ningún otro, representa a la perfección su mirada y su ritmo mental, siempre arqueológicos y contraintuitivos, y se forjó en su gran novela, La Historia. El modo en que habla su narrador cambió, hace veinticinco años, la escritura de su creador».

—Rutinas.

Esta tarde-noche que estoy con Martín me queda averiguar lo que las letras no cuentan: el escenario donde las escribe. En otros tiempos era más fácil. En los manuscritos había manchas de café, huellitas de dedos tintados del sudor de las sienes, cualquier cosa. Pero en las pantallas… mira que hice zoom en sus artículos ¡y no había gotica de na! ¡Y anda que no tenía material! Había hecho una búsqueda en Google con la frase «artículos (de) Martín Caparrós» y habían salido «aproximadamente 381 000 resultados, en 0,44 segundos». Tenía que preguntarle al único testigo de esos momentos de escritura: a él.

Aprovecho que el camarero aún no nos ha echado de un zapatillazo por apalancados y le lanzo el interrogante. Me contesta que cuando viaja, escribe donde sea y cómo sea.

—Lo hago sin problemas con mi laptop. Y dicta muchas notas de voz.

—Cuando estoy haciendo crónica, y también muchas veces cuando escribo ficción, no es que se me ocurran ideas, se me ocurren textos. No son palabras sueltas para acordarme de algo o para escribir algo después. La nota que tomo es el texto que después se podrá corregir. Entonces muchas veces lo que hago es grabarlo, porque si no, me tendría que poner a escribir acá… Siempre llevo un cuadernito, pero cada vez me da más pereza escribir.

En casa, la cosa cambia.

—Cuando estoy en casa, sea donde sea eso, he cambiado de casa seis o siete veces en los últimos diez años, tengo una rutina muy precisa que me gusta mantener.

Empiezo hacia las nueve de la mañana, con el mate, a escribir en general. A corregir la columna primero, como para soltar los dedos, y después a escribir lo que tenga que hacer menos comprometido: prensa o alguna cosa que no me involucre tanto. Trato de comer temprano, no como vosotros, y a eso de las dos y media de la tarde o tres, me gusta sentarme con la pipa de agua, con la shisha, y en esas dos o tres horas, escribir aquello que me importa más, el libro en el que estoy trabajando en ese momento. Es así. Y me da mucho placer reproducir esa rutina todos los días.

De pronto, Martín dice unas frases alargaaadas, como él habla; meciiidas, como él las trata; llaaanas, en ese valle que hacen los porteños a las palabras. Las dice como el que va soltando la conversación porque se ha hecho de noche y llevamos ya unas horas punto parriba, punto pabajo. Las dice medio en broma, medio jugando, con sus cejas de acento circunflejo, pero yo me doy un terrible susto de muerte.

—A la mañana, termino el trabajo en una hora o dos y me quedo sentado leyendo y tomando más mate. Todo consiste en chupar finalmente. Chupo el mate o chupo de la shisha. Todo lo demás son excusas para poder estar sentado chupando.

¡Freud! Eso me recuerda lo que dijo Freud. Que no podía escribir ni pensar si no podía fumar. Freud y los puros, Martín y la shisha. Fumar, chupar, escribir… El psicoanálisis, Argentina, su padre psicoanalista… ¿No se me habrá ido el asunto de las manos y, en vez de hacerle un retrato lingüístico, habré acabado extraviada en el subconsciente de Martín?

 

Caparrós

Ñamérica (Random House Mondadori)

Hay una región del mundo donde veinte países y más de 400 millones de personas comparten lengua, historia, cultura, preocupaciones y esperanzas. La conocemos mal; conocemos sobre todo sus mitos, sus reflejos, sus lugares comunes; la pensamos tal como era en otros tiempos. Esta región se llama o se podría llamar Ñamérica —y este libro quiere contarla y entenderla tal como es ahora. Una crónica que piensa, un ensayo que cuenta, un gran relato montado con ese estilo que define a Caparrós como uno de los narradores decisivos de la lengua.

 

Esta entrevista es uno de los contenidos del número 17 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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