PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

24 Mar 2023
Compartir

Alfajarín

La veo llegar por el carril de desaceleración de la autovía. Rota, lenta, herida. Las cuatro de la tarde. Jadea como si le fuera la vida en ello. Quizás le va. Da aldabonazos mudos en el aire ardiente de Los Monegros con medio metro de lengua blanca. Cojea dolorosamente de las patas delanteras. Sangra y deja un rastro leve de huellas rojas e incompletas. Quizás tenga la derecha rota. Se detiene con frecuencia a lamérsela. Se cuela entre los setos y se recuesta en la sombra entre dos camiones, cerca de mi escondite.

Ha tenido suerte. No es fácil sortear el laberinto de las carreteras y llegar hasta aquí. Quizás las heridas sean de algún golpe en el trayecto. Recuerdo que por la mañana la vi por aquí con una familia. Me llamó la atención. Un collar rojigualda sobre su lana de puro blanco. Hasta envidié cómo jugaba con una niña de coletas. No será la primera que abandonan en el arcén o arrojan en marcha. ¿Llorará aún la niña? ¿La recordará mucho tiempo? ¿Me recuerda alguien a mí todavía?

Se esconde acharada por el calor y los dolores. Pero está alerta. Un clandestino tiene los sentidos más alerta que las personas que viven en la luz. Detecta con más rapidez a los suyos. Y los peligros. La perra lo habrá aprendido todo en una mañana. La caída o los golpes han pintado un archipiélago insólito con asfalto y sangre por todo su costado derecho. Y estará confusa, muy confusa.

El aparcamiento, el restaurante, la gasolinera, que hasta hace poco han estado rebosantes de una marea humana, diversa, ruidosa y sucia, se han vaciado de golpe, en apenas diez minutos. Tras estirar las piernas y husmear inútilmente buscando algo de comer entre los restos de las mesas de fuera, me he retirado prudente a la trasera de uno de los cobertizos. Mi presencia cochambrosa puede pasar desapercibida entre la muchedumbre que se agita, pero cuando la gente sube a los autobuses yo quedo expuesto. Si encuentro dónde echarme y dormir un rato, la espera será más llevadera. Con la oscuridad seguiré el camino al sur con mayor seguridad. Nadie me busca, pero parece que le sobro a todo el mundo. Ahora sólo se escuchan los camiones que pasan en dirección a Barcelona o los autobuses y turismos que vuelven a Madrid. Yo ni voy ni vuelvo a ningún sitio. Solo sobrevivo.

El vigilante ha recogido las mesas de manera rápida y somera. Escuadrones de moscas cansinas dan fe de su escasa pulcritud. Apenas se levantan cuando recoge. Hace calor, mucho calor, para andarse con faenas minuciosas. Se refugió pronto en el hall del restaurante y se enganchó a la crónica de los deportes. La perrilla ha tenido suerte de que él estuviera dentro cuando ella apareció. El camarero alto mira por los cristales hacia aquí. Creo que nos ha visto.

Yo llegué caminando en la oscuridad por el mismo arcén apenas unas horas antes, pero me retiro a mi escondite en cuanto menudea la afluencia a la espera de momentos de bullicio. Tengo mucho tiempo para pensar y para rezar. He salido de las tierras catalanas unos días atrás. La faena aún escasea. No sé por qué voy ahora hacia Zaragoza. Sueños. Quizás allí encuentre unos días sin sobresaltos. Difícil.

De entre los camiones cercanos me llega de repente un alboroto que tampoco le pasaría desapercibido al guarda de estar fuera. La perra se ha levantado y se desespera intentando abrir con la pata sana una botella que alguien ha dejado abandonada en el
suelo. Ve el agua agitarse dentro del plástico y la manosea ansiosa, la lengua seca. Para nada. Regatea con el envase rebelde hasta casi el centro del aparcamiento, cegada por la sed. Se está acercando a una zona peligrosa. Temo que empiece a ladrar de un momento a otro. Nos puede delatar a los dos. Un nuevo golpe de fortuna esconde la botella juguetona debajo de una furgoneta pegada a mi guarida. El camarero está mirando otra vez hacia el patio.

Intento acercarme sorteando la visual de las ventanas del restaurante para tranquilizarla, pero se aleja al verme llegar agachado, parapetado entre los coches. No estoy seguro de que entienda mi intención, pero debo probar. Me detengo tras ella, unos metros más allá. Al verme tan cerca, ladea curiosa la cabeza, parpadea y se lame la trufa varias veces. Gruñe cuando acerco la mano a la botella. Son avisos, me enseñó alguien. Nunca tuve perros. Retiro el brazo y espero.

Una furgoneta de reparto cruza veloz el aparcamiento y se detiene muy cerca de donde estamos. Eso me obliga a acercarme a la perra todavía un poco más. Se rebulle inquieta. Cuando el repartidor se pierde en dirección al hotel anexo, saco mi navajita, tomo la botella y, lentamente, rebano un poco más abajo de la mitad haciendo equilibrios para no derramar su contenido. Me mira curiosa y desconfiada pero me deja hacer. Jadea aparatosa e intermitente.

También tengo sed. Tomo un trago. El agua parece té de nada. Escupo el sorbo caliente y dejo el culo de la botella cerca del animal. Se ha incorporado y no me quita los ojos de encima. Se relame una y otra vez y chupa del pequeño charco con las gotas del agua que yo acabo de escupir. Tiene la lengua tan seca que me parece oír cómo le raspa el hocico. Retrocedo unos pasos, pero le pesa más la desconfianza que la sed. No se acerca al bebedero que aún conserva manchas de la sangre de sus patas.

De repente, un convoy de cuatro o cinco autobuses irrumpe en el aparcamiento. Mientras observo cómo los autocares aparcan y empiezan a vomitar su arcada humana, oigo cómo unos lengüetazos ansiosos empiezan a dar cuenta de la botella. Cuando me vuelvo y la miro, se detiene y hace gesto de escapar. Finalmente se relame y sigue bebiendo hasta dejar seco el abrevadero improvisado. No hay más.

Mínimamente repuesta, se tumba a lamerse la parte dolorida. Ya sangra menos. Está toda magullada, pero no parece nada importante. Se levanta al rato, primero lentamente y luego de un modo más vivo, empieza a recorrer toda la parte trasera de la fila de turismos que nace en el lugar donde nos guarecemos. A veces, llega hasta la puerta del auto y olisquea afanosa las puertas y las ruedas. Parece ir descartando por desconocidos todos los olores. Quizás busca el rastro de la niña de las coletas. No lo encuentra. No va más allá. Vuelve y se tumba cerca otra vez sobre la mancha de saliva y sangre que dejó antes. Me mira y pega la cabeza al suelo pero no cierra sus ojos negros. Y tristes. Parece suspirar. Creo ver una figura con dos coletas en sus pupilas. Hace calor. Alucino.

Salgo de mi escondite por tercera vez desde que llegué por la mañana. Debo elegir bien los momentos. La perra se ha rebullido queriendo quizás seguirme, pero he levantado el dedo dando una orden y la he vuelto a sentar. He sonreído por primera vez. No me sabía con ese don.

Avanza la tarde. Los autobuses siguen entrando. Es fácil camuflarse entre excursionistas de tantas procedencias y edades. Desde que tomé el agua caliente, llevo bastante rato con retortijones, pero no me he atrevido a salir. Ahora puedo aprovechar el bullicio para ir al baño. Basta con hacerme invisible y evitar al personal del restaurante. En eso ya tengo experiencia. Guardo mi mochila bajo unas cajas y tras repasar mi aspecto, como si fuera un turista más, me incorporo a la marea que busca los lavabos. En la ciudad es más fácil pasar desapercibido. Aquí soy único, extraño.

El vigilante está en la otra parte del establecimiento, distraído. Puedo ver cómo guasea a la limpiadora, una chica pelirroja con cara de agobio que protesta desbordada por una nueva e imprevista hornada de viajeros. Ella no tiene cara de bromear. No alcanzo a leer su nombre. El lleva un número en la chapa de identificación. A los dos les pagarán poco y mal, lo sé, pero a ella menos. Eso dice ella. Puedo oírlos a duras penas.

Yo evito pasar cerca de ellos y de los camareros. Mal se me ha puesto la vida cuando hasta para cagar tengo que colarme o fingir. Percibo el gesto de desagrado de varios viajeros al acercarme a ellos en los urinarios. Lo entiendo. Mi olor a cochambre se debe superponer a la fragancia a desinfectante. Llevo muchos días sin poderme lavar. Me inquieta que alguien vaya con el cante al guardia de la puerta o se queje a algún camarero y vengan a por mí. Me ha pasado decenas de veces cuando busco los lavabos o algún rato de descanso en alguna estación o por las zonas comunes de algún centro comercial. Termino con excesiva frecuencia durmiendo en los calabozos de alguna comisaría. Sin más. En ocasiones, me dan la cena y el desayuno antes de dejarme en alguna carretera de los límites de cualquier ciudad con la recomendación de que no vuelva por allí. Nunca he vuelto por ningún sitio. Aún no soy demasiado veterano en el vagabundeo.

Al salir de los lavabos, el vigilante ya no está al pie de la escalera. Ha salido a hacer una ronda entre las mesas exteriores, donde enjambres de viajeros compulsivos reponen fuerzas a base de enormes bocadillos y fiambreras mágicas que sacan de sus bolsos. Parece que llevaran días sin comer. En el fondo de mi mochila solo hay una camiseta sucia y una botella de agua que acabo de rellenar abajo, en los grifos de los lavabos. Y un libro de tapas negras que alguien abandonó, como a la perra, en las mesas de fuera de una cafetería en la estación de Sants. «Malasanta», la protagonista lo pasó peor que yo. Me cuesta leer, pero aprendo poco a poco. Estuve unos días en una escuela de mayores de Granada. Ahora tengo tiempo. Y hambre.

Por la ventana puedo ver cómo la perra asoma miedosa la cabeza entre dos coches mirando ansiosa hacia las mesas. Le llegan olores muy sugerentes. La soledad, los calambres del dolor y el hambre se deben de mezclar en su estómago y se remueve inquieta entre los setos. «¡Quieta ahí!», le grito con el pensamiento. Otro don desconocido. Parece oírme porque vuelve a esconderse tras un turismo con matrícula azul. Yo comienzo a dar un rodeo hasta la puerta de atrás para evitar al guardián.

Al pasar, se me van los ojos tras los platos. Tengo hambre. Una pareja de ancianos se levanta del lugar donde han almorzado o merendado. Creo que son franceses. Chapurreo su idioma. Ella se dirige lentamente hacia las escaleras de los servicios y él camina cachazudo hasta la puerta del restaurante. En el porche, tras bajar los cuatro escalones, enciende un cigarrillo y pregunta algo al de seguridad. En la mesa que han ocupado antes, una botella de agua casi completa y dos bocadillos sin rematar quedan abandonados sobre las bandejas de autoservicio. Me rebela la idea de que la limpiadora limpie la mesa y los tire a la basura. Dudo unos segundos, pero finalmente el hambre vence a la prudencia. Me siento en la mesa con parsimonia, disimulando, como si acabara de volver a ella tras regresar del baño y empiezo a dar cuenta del primer trozo. Es de tortilla de patatas y me sabe a gloria. En los últimos días he estado evitando los pueblos y solo he comido algunos tomates rapiñados en huertas cercanas al río. Zaragoza aún está lejos y las manzanas todavía están verdes y me dan dolores de barriga. Me pongo un generoso vaso de agua. El vidrio está manchado por el carmín de ella. No importa. Basta con beber por el lado contrario. El agua de la botella que han dejado está aún fresca. La de mi bolsa está natural. Temo que el francés vuelva por ella cuando acabe el cigarrillo, pero ya no está en la puerta.

El bocadillo que queda en la otra bandeja es de carne con pimientos. Aún estoy hambriento pero, solidaridad de miserables, cuando le voy a dar el primer mordisco recuerdo a la perra. Me parece encontrar su mirada. Seguro que tarda poco en salir de su escondite y caminar hacia las mesas para aliviar su gusa. El vigilante sigue su ronda. La verá y… Envuelvo el resto con una servilleta y lo escondo en mi buchaca. La limpiadora, Raquel se llama, lleva un rato faenando cerca de mí. Me ve pero no dice nada. Le sonrío.

La labradora devora con ansiedad el bocata en cuanto puedo acercarme a su lado y ponerlo en el suelo. Toda su desconfianza se evapora a la vista de la carne. Se come hasta los restos de servilleta manchada de grasa. Yo me he sentado entre los setos que separan el área de servicio y los secarrales cercanos, cerca de su escondite. Tras el almuerzo ha venido hacia mí cojeando. Le ofrezco mis manos en señal de amistad y las mira agotando su recelo. Finalmente, se decide y las relame buscando más alimento. Me mira y se acuesta junto a mí. Hermandad de miserables. Me siento extraño, nadie suele mirarme así. Son las siete de la tarde y sigue apretando el sol.

Un par de horas después todo pasa como en un tráiler frenético. El aparcamiento está casi vacío. No hay autobuses haciendo parada y el sol cae allá por donde intuyo deben de estar las torres altas de Zaragoza. Empieza a anochecer. Un automóvil se detiene justo en la puerta del restaurante. La pareja de franceses se apea de él con cómica presura. Por los cristales, puedo ver cómo se dirigen al único camarero, el chico alto, que sigue preparando el mostrador entre turnos. El chaval, tras escuchar una larga explicación, sale de la barra y vuelve con el guardia de
seguridad que ya se cambiaba para volver a su casa. La limpiadora aún está con la faena de preparar los baños para la noche y la madrugada, que serán movidas. Ella, que dobla turno, también es requerida por el de seguridad. Los franceses explican con señas y un español horrible la historia de los bocadillos y creen haber olvidado algo importante sobre la mesa o en las sillas que ocupaban. Su bolso de mano. Cuando se han dado cuenta de que les faltaba con el dinero y los documentos de identidad ya estaban casi en el peaje de la salida para Lleida y han tenido que dar la vuelta. La limpiadora, Raquel se llama, recuerda haberme visto sentado en aquella mesa y, dubitativa, añade que cree que guardé algo en mi bolsa. Todo eso lo he sabido después, en la comisaría.

Yo intento descifrar la escena. La perra no se ha movido de mi lado. Ha intentado incorporarse un par de veces, pero gime al posar la pata. Le he puesto agua al lado usando el viejo bebedero. La acaricio y ni se cosca. Tiene el hocico seco. Creo que se ha dormido agotada. ¿Sueñan las perras abandonadas con sus gentes?

Un coche patrulla de la policía llega al área de servicio. Lleva las luces apagadas. Sus dos ocupantes se unen al corro y escuchan de nuevo las disquisiciones. Raquel señala con el dedo hacia el lugar donde me escondo. Me han descubierto. Solidaridad entre miserables, una cosa es proteger a un vagabundo hambriento y otra enfrentarse a un despido por callar o por… Ella y el camarero me han seguido con la vista desde que salí del restaurante. Saben que sigo allí.

Yo valoro salir corriendo de allí, pero no vale la pena. Además, puedo poner nerviosa a la perra y que empiece a gruñir. Sería malo para ella. A algunos animales les han disparado por menos. Bueno, a algunas personas también. Cuando los policías me gritan y enfocan con la linterna —«¡Salga de ahí, por favor!», «¡Sin tonterías!»— desde el centro del aparcamiento, me levanto, cojo mis cosas, y voy hacia allí con los brazos a la altura de los hombros y las palmas de las manos hacia ellos. La perra sigue durmiendo. Mi español es malo, pero les entiendo. Callado puedo parecer de aquí, soy muy claro de piel. Demasiado blanco para andar entre morenos, siempre me ha pasado. Para bien y para mal. Pero en cuanto abro la boca, mi acento me delata y les cambia el gesto. «¡Papeles!», me exige en voz demasiado alta uno de ellos. No tengo papeles. Me los robaron hace mucho y no he intentado… Niego con la cabeza.

Me colocan en el centro del corro. La pareja, los policías, el guardia de seguridad, el camarero… Todos me miran con desconfianza y me preguntan a la vez. No sé qué decir, a quién contestar. Preguntan por el bolso de los turistas. Yo no digo nada, pero les entrego mi mochila. El policía más joven se pone guantes y la vuelca sin ningún cuidado en una de las mesas antes de que el camarero pueda esbozar una tímida protesta higiénica. Manosea la camiseta sucia, da la vuelta a la mochila y sacude el libro por si cae algo. Rutina. No hay más. El otro agente, el mayor, me coloca frente a una señal de tráfico y me cachea minuciosamente. Una navaja pequeña, casi de juguete, pringosa de tomate y unos céntimos. No hay nada más. ¿Qué va a haber?

Siguen preguntando y yo continúo tan confundido que solo acierto a decir palabras sueltas. «No…», «Yo…», «Sí…». La camarera llega con una bolsa de basura y la vierte también sobre la mesa ante la desesperación del camarero. «Es de la papelera que hay junto a la mesa que les he contado donde estaba sentado este…», dice ella esquivando mi mirada. «Está todo ahí, el bolso y la cartera… creo», añade preocupada. «¿Cómo lo sabe?», pienso confuso. Sí. Allí está casi todo. El bolsito con los documentos por un lado y la cartera por otro. Falta el dinero. Quinientos euros, dice el francés. «¿Dónde está el dinero, moro mierda?», me escupe el guardia de seguridad dándome un empujón que me lanza contra la pareja. Raquel se interpone para mi sorpresa: «Déjalo, Manolo, igual no ha sido él…». «Tout va bien, ne se passe rien, tout va bien», intentan mediar los franceses.

No van a denunciar, solo quieren seguir su viaje de regreso. El guardia intenta convencerlos para que no lo hagan y denuncien. El encargado del bar tampoco quiere líos. Los policías deciden llevarme a Zaragoza para «hacer diligencias». Me van a ahorrar una caminata. Intuyo que también ellos piensan que no he tenido mucho que ver. Algo sé del lenguaje corporal de la policía. Ni siquiera me esposan al meterme en el coche. Pero no puedo dejar de pensar en la perra.

Mientras discuten entre ellos y se disculpan ante la pareja francesa, Raquel me habla quedamente. «Lo siento…», se excusa intuyendo que sospecho. «Mi trabajo, el dinero, los niños…», insiste. «Tout va bien, ne se passe rien», bromeo con ella imitando al francés y haciendo muecas con la cara, «No mi van a hacer nada, no te priocupes…». Ella pide ahora a la policía que espere, corre hasta el bar y me trae de regreso una bolsa con un bocadillo —«…de tortilla de patatas, creo que te gusta…»— y una botella de agua. El guardia de seguridad pone mala cara. Yo le sonrío. «Salam». «Cuidaré a tu perro», me susurra en un descuido mirando hacia los setos. «Es perra», matizo yo. «¡La pobre! Entonces con más…», dice ella. No alcanzo a entender.

Cuando el zeta abandona el área de servicios de Alfajarín, vuelve a ser noche cerrada. Nos cruzamos con una nueva hornada de autobuses. A lo lejos, creo ver cómo Raquel, con una botella de agua de las grandes entre las manos, se agacha entre los setos donde quedó la perra dormida. Solidaridad de miserables, sonrío otra vez. Quiero pensar que volveré a verla. Y a la perrilla también. ¡Insha’Allah!

 

Este relato fue el ganador de la octava edición (2022) del Concurso Literario Arsenio Escolar. El concurso, que organiza la Asociación Literaria Esguevanía y se celebra anualmente en Torresandino (Burgos), cuenta con el patrocinio de Archiletras.

Juan Rincón Ares