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04 May 2022
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La dedicatoria: el género breve más conmovedor

Mar Abad

Tanto dan de sí las dedicatorias que podemos hablar de varios subgéneros: en diferido, en directo, preventiva, autodedicatoria...

La dedicatoria es un género breve con electricidad de rayo y velocidad de centella. Es familia del aforismo y la greguería, y tiene su misma propiedad de descarga eléctrica. ¡Zap!

El libro que empieza sin dedicatoria es un libro huérfano. Qué desamparo, qué tristeza. El libro que abre sus páginas con un «A Rüya» (El Museo de la Inocencia) o un «A mi madre y a mi padre» (El señor de las moscas) desprende la frialdad del que abre la puerta de una nevera. Es más acogedor (o sobrecogedor) el libro que empieza con esta contundencia: «Para Beth-Ellen Siciliano y Alice R. Dall, oyentes repulsivas sine pari» (Entrevistas breves con hombres repulsivos). En estas dedicatorias hay una literatura paralela muchas veces tan excepcional o incluso más que la propia obra.

Estas son las dedicatorias en diferido. Las que han sido amasadas, reposadas y cocinadas a fuego lento hasta que se publica el libro. Ahí están, en letra impresa, maquetadas en el cuadrante exacto y con posibilidad de mejora en cada revisión. Tienen tanto tiempo de pulido que pueden alcanzar la brillantez del calambur y el haiku.

Pero hay otras dedicatorias que dan más vida al género: las que escribe un autor, en tiempo real, a un desconocido. El autor tiene al dedicado enfrente, esperando, y eso lo obliga a escribir la dedicatoria a velocidad de fibra óptica. Tiene al dedicado mirando, contemplando lo que escribe, y eso convierte esta modalidad en el repentismo y la improvisación de este género breve. Es el pulso y el latido que encuentra un rapero de free style cuando sale al escenario.

Esta dedicatoria en directo es un ejercicio instantáneo de observación, imaginación, conceptualización y redacción. Y quizás incluso de convertir a ese desconocido en el protagonista del libro que se va a llevar encima. Lo pensé por primera vez cuando vi una cola de personas esperando a que les firmara un ejemplar del libro De estropearlo a postureo. Me sentía tan agradecida que no podía escribirles un «A Manoli» y ¡hala!, ¡arreando!

Descubrí que escribir algo a un conocido es más fácil. Rápido rápido buscaba alguna relación entre lo que cuenta el libro y lo que sabía de su vida. Era un ejercicio urgente de tirar de la memoria y enlazar con la persona. Quizá recordar que tuvo un seiscientos y escribirle algo relacionado con una coplilla que recogía en el libro:

Adelante, hombre del seiscientooos,
La carretera nacional es tuyaaa…

La dedicatoria requería más esfuerzo cuando venía alguien que no conocía de nada. Entonces, rápido rápido, buscaba algo de su físico, sus gestos, su aire, para que mis palabras fueran lo más suyas posible. Le preguntaba el nombre y aprovechaba para extraer material literario como el que busca oro en la mina.

Es un ejercicio de improvisación tan apurado que a veces te ves metida en una frase sin tener muy claro qué dirás en la siguiente. Y exige inteligencia y belleza. Tanto como el repentista que está en escena. ¡Zap!

Andaba yo con estas ideas cuando un día fui a la presentación de un libro de Martín Caparrós. Había una cola inmensa de personas que esperaban para que les firmara el libro y la cola tardaba mucho en avanzar. De una firma a otra pasaban unos cinco, seis, siete minutos. Conforme me acercaba, vi que Caparrós dedicaba varios minutos a hablar con el comprador del ejemplar antes de firmárselo. Primero me pareció un gesto generoso con la persona que había ido a verlo. Después me di cuenta de que, además, era una estrategia astuta y genial de este escritor.

Cuando llegó mi turno, hablamos unos minutos de otra vez que nos habíamos visto, y él, de forma magistral, utilizó esa conversación rápida y ligera para escribir la dedicatoria más inteligente y sorprendente que guardo en mis miles de libros. Fue entonces cuando aquel runrún que yo tenía de «me da a mí que las dedicatorias son un género breve» se convirtió en una verdad irrebatible.

Pensé, además, que es el género breve más cercano a la física cuántica, y al estar y no estar, y al hoy y el ayer, y al atajo entre las infinitas dimensiones espaciotemporales. Leer una dedicatoria que escribió un autor, con su pulso, con sus manos, hace más de un siglo, es un viaje al pasado. Es la forma más tangible de acercarse a él: tocar la misma página que tocó esa persona es un salto en el tiempo.

Ramón Gómez de la Serna

Desde mi nueva certeza fui a ver si uno de los grandes maestros de los géneros breves, Ramón Gómez de la Serna, había dicho algo sobre las dedicatorias. Era imposible que no lo hubiera hecho. Empecé a recorrer páginas… una, otra, otra… y allá por la cuatrocientos noventa y nueve de Automoribundia lo encontré.

El inventor de las greguerías decía: «Uno de los esfuerzos más dubitantes de mi vida ha sido (…) escribir dedicatorias». Y las tomaba muy en serio: «Para mí la dedicatoria es poner un poco de sangre y vida en honor del amigo que cuenta siempre entre los veinticinco o cincuenta excepcionales que merecen libro y dedicatoria de libro».

Gómez de la Serna no las miraba desde una perspectiva literaria; lo que hacía era analizar los amores o trifulcas que podía originar una dedicatoria. Decía que a veces los escritores, ¡en una fiesta de piropos aparatosos y desorbitados!, exageraban las dedicatorias para que el dedicado no quedara como un segundón frente al autor del libro.

Otras veces el escritor podía quedarse corto y escribir «una dedicatoria falta de peso», y entonces, ¡qué agravio!, ¡qué rencores!, ¡qué disgustos para el porvenir! Por estos roces, decía: «Muchas veces dan ganas de hacer lo que hacía aquel gran torero que se llamó Lagartijo, y que cuando regalaba retratos a los periodistas y estos le pedían una dedicatoria, exclamaba: ¡Ah! Eso mejor lo harán ustedes… Pónganse lo que quieran».

Qué difícil era saber la cantidad exacta de énfasis que requería cada dedicatoria. Gómez de la Serna se preguntaba: «¿Le parecerá poco al destinatario o al dedicado? ¿Le parecerá mucho?». Y su respuesta era espléndida: «Cuando no se puede tener generosidad para el dinero, ni para el obsequio, ni para la ayuda política, ¿por qué no tener generosidad en lo que tan poco cuesta, que es un encabezamiento de carta o una dedicatoria? (…) Yo a los que elijo —no son muchos y han de ser buenas personas— les dedico mis libros sin escatimación. ¡Estaría bueno que en lo único que puedo dar, que son palabras escritas y libros, me mostrase avaro!».

Para este hombre vanguardista, las dedicatorias debían desbordar adjetivos grandilocuentes. «Por eso mis amigos todos son grandes. Si a los mejores amigos del rey se les nombra Grandes de España, ¿por qué no han de ser grandes amigos?». Y como las dedicatorias eran asunto pendenciero, y se escrutaban con tanto escrúpulo, Gómez de la Serna tuvo que escribirle a algún ingrato eso de gran, pero no añadió ninguna palabra detrás, para no tener que especificar «si era un gran sinvergüenza o un gran canalla».

A los que no llegaban a ser ingratos pero eran «sospechosos» les escribía «una dedicatoria especial» que decía: A fulano de tal en reciprocidad. Y cuenta Gómez de la Serna que «una vez hubo un mastuerzo que se preguntaba: “¿En reciprocidad de qué?”, y los que le oían se reían en sus barbas porque no se había dado cuenta del ‘por si acaso’ que significaba la dedicatoria preventiva».

Gómez de la Serna llegó incluso a dedicarse una fotografía a sí mismo. En su torreón colgó una foto suya vestido con un ropón y ahí primero escribió y después firmó: «A Ramón Gómez de la Serna, que tuvo la lamentable idea de retratarse de toga». A esto lo podemos llamar la autodedicatoria y no estaría mal seguir su estela para avivar este género breve.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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