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Paulina Chavira

12 Sep 2019
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Firmas

En defensa de la corrección: es una cuestión educativa, no de soberbia

«Eres una grammar nazi«. «Me da miedo escribirte, mejor te envío una nota de voz». «Deja de ser una talibana de la lengua». Estas tres frases las escucho con mayor frecuencia de la que me gustaría y confieso que no me agradan. En principio, no busco la aniquilación de nadie que no tilde una mayúscula; tampoco azoto con el látigo de mi desprecio a quienes siguen acentuando ‘guion’; no quiero decapitar a quienes acentúan ‘ti’. Sí, noto todos estos errores y, si no me han pedido mi opinión, no digo nada al respecto; a menos que la equivocación pueda tener una repercusión en el entendimiento o en perpetuar un error.

Revisar y corregir los escritos de otras personas es mi trabajo. Un trabajo que me emociona y apasiona; que siempre hago con respeto y sin la intención de demeritar el esfuerzo de nadie. Aunque la labor de los correctores de textos (un control de calidad —como Antonio Martín escribió en estas mismas páginas—, cuyo objetivo es que el mensaje que se quiere transmitir llegue tan claro y nítido como sea posible) es poco conocida, lo es también que la lengua evoluciona y está en cambio constante. Justo es ahí en donde radica la belleza del español —y de cualquier lengua—: en esa adaptación y reflejo de la realidad que vivimos. Quizá si desde un inicio conociéramos y estuviéramos conscientes de esta capacidad de la lengua, nuestra relación con las ‘normas’ sería más amable y menos temerosa, quizá así nos sabríamos verdaderos dueños del idioma.

En el primer número de Archiletras, Elena Álvarez-Mellado —cuyo trabajo y propuestas admiro— escribió que De ser un grammar nazi también se sale y señala: «Está tremendamente extendida la idea de que existe una lengua buena, deseable, culta y pulida a la que debemos aspirar (…) Hay que hablar bien, hay que hablar siguiendo La Norma». Me parece que los esfuerzos están mal dirigidos. Criticar a quienes corrigen solo desvía la atención del problema fundamental: la educación sobre la lengua. La forma en que nos enseñan el español no se ha adaptado a la realidad interconectada de hoy.

La mayoría de quienes tenemos al castellano como lengua materna y gozamos de haber recibido educación básica sabemos del español lo que aprendimos de los seis a los trece años. Algunas personas tendrán una que otra clase de redacción más adelante si estudian ciertas carreras universitarias y eso es todo. El sistema educativo, al menos el mexicano, considera a nuestra lengua como un ente monolítico, unitario e inmutable —ya ni hablar siquiera de la diversidad lingüística en México, por ejemplo—: lo que aprendiste en educación primaria es todo lo que hay que saber. Los entusiastas de la lengua sabemos que no es así, que hay cambios, préstamos, variedad, que hay normas que cambian, que quienes fuimos ayer no somos hoy.

Culpar a la Real Academia Española (RAE) —o a cualquier academia— de nuestras desventajas lingüísticas es desatinado. En el inglés, por ejemplo, no existe una academia que ‘dé esplendor’ a la lengua; sin embargo, existen reglas ortográficas y gramaticales establecidas por diferentes instituciones (el Diccionario de Oxford o el de Merriam-Webster) que la mayoría de los hablantes y escribientes en inglés siguen. Es decir: no necesitamos de una academia para que haya reglas y el hecho de que haya academias para el castellano no es una condición para que sean las únicas difusoras de la lengua.

¿Para qué queremos normas, para qué un español estándar (que no el bueno ni el pulido), para qué difundirlo? Porque en un mundo interconectado, con una facilidad de comunicación entre más de 577 millones de hispanohablantes, según el Instituto Cervantes, tener una base común facilita que no exista un artificial español neutro: que esta mexicana pueda leer a una uruguaya, a un peruano o a una boliviana con un 97% de comprensión. Y que el entendimiento de ese 3% restante es una responsabilidad personal si se busca la comprensión del todo.

Señalar a los entusiastas de la lengua de grammar nazis es, entre otras, una expresión de frustración: la expectativa del hispanohablante promedio («Sé y domino el castellano porque lo hablo desde la primera infancia») choca con la realidad («La lengua evoluciona y no es lo que creí que era»). En lugar de asumir la frustración, el señalamiento es en contra de quien te dice que ‘ti’ no se acentúa. Además, hay un golpe al ego del corregido: persiste la huella que nos han inculcado desde la infancia de que equivocarse es inadecuado; así, resulta muy molesto que alguien evidencie que erramos. Sin embargo, no hemos conseguido ver en la equivocación una oportunidad de aprendizaje constante.

El dolor que hay en quienes se sienten ofendidos por las correcciones ortográficas y gramaticales radica en que, en teoría, los hispanohablantes partimos de la igualdad: buena parte de quienes hablamos español lo hacemos desde la primera infancia, en la que aprendemos a hablar y construimos una relación muy íntima con el idioma. Después de respirar, de comer y cagar, aprendimos las primeras palabras en nuestra lengua… ¡es casi una función vital, cómo no dominarla!

Es necesario replantearnos la forma en la que se enseña el español como lengua materna. Los estudiantes de educación básica en Hispanoamérica deben saber que el castellano es una lengua, como todas, en cambio constante; que existen diferentes registros lingüísticos, que una de las habilidades que tiene quien domina cualquier idioma es la de saber en qué registro se está comunicando y por ello saber adaptar su discurso.

Anhelo que quienes enseñan español adviertan al alumnado que lo que aprenden hoy en veinte años puede ser diferente… y que está bien: que la lengua no es estática ni está grabada en piedra. Si lo supiéramos desde un inicio, quizá no habría frustración ni ira al conocer que no es necesario acentuar ‘solo’ cuando funciona como adverbio o que las palabras existen aunque no estén en el diccionario.

Hay que ver también en qué registros se proponen correcciones: no me verán corregir un mensaje en WhatsApp, pero sí una campaña de gobierno. ¿Por qué? Porque se trata de registros diferentes, porque hay hablantes (un gobierno, un medio de comunicación, una figura pública) que promueven un uso del español que puede facilitar el entendimiento entre todos los hispanohablantes. También porque, si se hace con respeto, es una forma en la que podemos seguir aprendiendo sobre los diferentes registros de nuestra lengua.

Y sí: alguien que ama el español o castellano sabe que hay ciertas reglas básicas de convivencia, que estas cambiarán con el tiempo (no será la misma la forma en la que nos comunicamos con la persona a la que amamos en la etapa del coqueteo que después de un matrimonio de trece años, del nacimiento de dos hijos y de dos perras). Amar nuestra lengua significa saber que, con ella, nos adaptamos al escenario que sea, a las necesidades, a la abundancia y a los desafíos, sin por ello poder olvidar que hay normas y compromisos que adoptamos al decir ‘sí’.

 

Este artículo de Paulina Chavira, correctora de textos y encargada de escribir el manual de estilo de The New York Times en Español, es uno de los contenidos del número 4 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en quioscos y librerías.
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Elena Álvarez Mellado

Lingüista computacional. Estudiante de postgrado en la Universidad Brandeis (Massachussets). Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes 2018. Ha trabajado en proyectos de tecnología lingüística en la UNED, para Fundéu y en Molino de Ideas.

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